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viernes, 25 de mayo de 2012

"Barabbas", de Richard Fleischer


Para un observador profundamente ateo (como quien suscribe), ha sido siempre motivo de curiosidad -a la vez  que de escepticismo- el hecho de que la gran masa de creyentes en algún dios y en alguna religión se vean en todo momento precisados de asideros sensibles para su fe y para seguir la moralidad que su religión les impone. Milagros y liturgias forman parte, en efecto, del instrumental usual de cualquier religión organizada, y aun a medio organizar. Parecería, en efecto, que sin ver es difícil creer...

Mi observación viene al caso porque, en realidad (y más allá de las intenciones que el novelista sueco Par Lagerkvist tuviera en mente -seguramente, un canto a la grandeza y destino glorioso del cristianismo- cuando escribió la obra de partida), la película de Richard Fleischer que comento viene a dramatizar, precisamente, el dilema de la fe. O de cómo un individuo normal, todavía no socializado en un medio dominado por el poder ideológico de una religión organizada, se enfrenta racionalmente a las afirmaciones,  desprovistas por completo de base racional alguna, de los creyentes. Las pone en cuestión y se halla ante el dilema de aceptar o no sus sugerencias de interpretación de la realidad (que todo puede ser reconstruido en una explicación unificadora, trascendente -pero para la que no hay pruebas). Todo ello, por supuesto, en un marco que no está en absoluto libre de constricciones, sino, antes al contrario, completamente condicionado por las luchas de poder.

Barrabás (Anthony Quinn, interpretando otro papel más adaptado al estereotipo de varón inculto, "salvaje" y "sin artificios" que venía cultivando el actor) constituye, en este sentido, el prototipo del "buen salvaje", enfrentado -pretendidamente- a una verdad trascendente que le supera. Seguramente, el mensaje buscado por los emisores (Par Lagerkvist, primero, y después ese cine norteamericano de los años de la guerra fría, que usaba la religión como un arma más para la propaganda anticomunista) era constatar que también a ese salvaje le llegan la verdad y la salvación. (Con el implícito -y potencialmente represivo- corolario, claro está, de que quien no acepta ni a la una ni a la otra, es por contumacia.)

Yo, sin embargo, prefiero ver más bien en la historia del Barrabás de la novela y de la película que la creencia está antes en la mente del observador (atenazado por miedos y por presiones) que en la realidad. A un pobre hombre: inseguro, asustado, oprimido, que, al borde de la tumba, opta por decir que cree (¿qué otra esperanza le restaba ya?).

Una narración, pues, bastante más ambigua en realidad que aquellas a las que nos tiene acostumbrado el cine religioso norteamericano más convencional. Aquí, en efecto, desaparece en buena medida la ampulosidad (no por completo: hay ciertas escenas tan arraigadas en el universo iconográfico occidental que parecía imposible que el cine comercial pudiera tratarlas de un modo alternativo...), para predominar la oscuridad y la inquietud. Oscuridad e inquietud que Richard Fleischer introduce a través del uso y abuso de una iluminación más bien oscura y de composiciones visuales de los planos que no se atienen estrictamente al canon clásico (ya se sabe: figuras en el centro del plano, líneas paralelas, etc.). (Ello ocurre, desde luego, solamente en aquellas escenas consideradas "trascendentes": el resto se deja llevar, de forma general, por la convención.) Y llama la atención también el uso particularmente "expresionista" de la música extradiegética (compuesta por Mario Nascimbene), en esos mismos momentos "culminantes" del drama.

Se trata, en suma, de una película que, por su fuerza visual y por la ambigüedad -que he intentado poner de manifiesto con mis reflexiones- de la historia narrada, merece siempre una revisión (como, por lo demás, suele ocurrir con todo el cine que Fleischer dirigió).


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