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martes, 17 de abril de 2012

"Wuthering Heights", de Andrea Arnold


Cuando se habla acerca de los sentimientos, es fácil dejarse arrastrar por la retórica: dada la naturaleza esencialmente no verbal de sus manifestaciones, comprensiblemente solemos caer en la tentación de "hacerles hablar"; de interpretarlos, a través de la palabra. Ningún ejemplo resultará ser más obvio de esto que apunto que el caso del amor.


Embebidos en los alambicados discursos que en torno al amor se han elaborado a lo largo de los siglos, se nos olvida, en efecto, en demasiadas ocasiones que, en última instancia, amar tiene que ver ante todo con los cuerpos. Con cuerpos presentes y con unas mentes (encarnadas en los mismos) que proyectan sobre ellos sus deseos e ilusiones.

Es por ello por lo que una película como Wuthering Heights, la llamativa adaptación que Andrea Arnold ha hecho de la novela clásica de Emily Brontë, puede llegar a sorprendernos. Porque se distancia de la retórica (al menos, de la retórica al uso), tanto en lo dramático como en lo visual, para retornar a lo básico. A lo que subsiste, en el sentimiento amoroso, detrás de las palabras.

Y, detrás de las palabras, hay, como decía, cuerpos, deseo e ilusiones. Cuerpos que son singularizados, precisamente por dicho deseo y por dichas ilusiones, como objeto de sus proyecciones, dentro del entorno material en el que los mismos se hallan. Aquí, también, Andrea Arnold viene a resaltar tal fisicidad: cuanto sucede, en el amor y en torno al mismo, ocurre en el mundo material. Y, por ello, sonidos, olores, sensaciones, colores, etc., todo el mundo de lo sensorial, está siempre tan presente, en la película y en las relaciones amorosas (siquiera sea, a veces, como contrapunto de la obsesión que atenaza a cualquier persona -o personaje- verdaderamente enamorada).

Pero el amor no se configura únicamente a partir de materia, ni de mentes autónomas. No, también está el poder: todo el universo de cada ser humano está completamente condicionado siempre por relaciones de poder. Y lo están también sus deseos (y sus frustraciones). Así, el poder es el otro gran agente protagonista (junto con los cuerpos) de cualquier narración amorosa. Lo es, desde luego, en Wuthering Heights, la novela, puesto que es el poder lo que configura la personalidad de los personajes, sus reacciones y, consiguientemente,  la trama dramática. Y Andrea Arnold no deja también de ponerlo de manifiesto.

Todo ello, como decía, a través de una puesta en forma que podríamos calificar de taciturna: en el primer sentido de este adjetivo, el de callado, silencioso. Las palabras, en efecto, no son aquí (a diferencia de tantas narraciones amorosas, también cinematográficas) determinantes, aun cuando existan y cumplan -en los diálogos- su papel. No, lo que la puesta en imágenes viene a evidenciar es que lo decisivo son más bien las conductas, materiales: los movimientos, los sonidos, los silencios. Todo ello lo reconoce y lo recolecta la cámara, con su persecución implacable de los cuerpos enamorados de Cathy (Shannon Beer y Kaya Scodelario) y de Heathcliff (Solomon Glave y James Howson), desazonados, vivientes, controlados y, finalmente, extraviados.


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