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viernes, 27 de abril de 2012

Qué es (y qué no es) el positivismo jurídico

En una entrevista que Manuel Atienza hizo a Ricardo Guibourg (en Doxa nº 25 -2002), éste explicaba con claridad qué es, y qué no es, el positivismo jurídico. Suscribo, en contra de los usuales equívocos, una por una sus palabras:


"Es muy común pensar que el positivismo es pobre como proveedor de guías prácticas. Yo, que acabo de confesar mi propio positivismo, también creo eso. ¿Mea culpa? No. Hace unos meses, durante una charla para graduados en la que se tocó este tema, una colega me planteó un caso real, de los que a menudo se llaman difíciles, y me preguntó: ¿cuál es la solución positivista para este problema? Le contesté más o menos de esta forma: no hay tal cosa como una solución positivista, porque el positivismo no es una guía práctica sino una opción epistemológica. Frente a ese problema, como ante cualquier otro, un positivista encuentra la solución que puede y propone la que le parezca mejor, tal como lo hace un iusnaturalista. Es más, es posible que el positivista y el iusnaturalista propongan la misma solución, aunque esta semejanza no puede garantizarse, no sólo entre ellos sino ni siquiera entre dos iusnaturalistas de distinta ideología. La situación práctica es la misma; la diferencia epistemológica consiste en que el iusnaturalista, cualquiera sea la solución que propone, tendrá una fuerte tendencia a sostener que ella es la verdadera solución para el caso, mientras el positivista se limitará a decir que ésa es la que él prefiere y dará las razones que lo llevan a preferirla, sin pretender por eso haber alcanzado alguna clase de verdad. En este punto, para que no pareciese que eludía el tema, mencioné la solución que yo prefería: por el gesto de mi colega, creí advertir que ella estaba segura de que mi propuesta era errónea.

Para la teoría positivista, la interpretación no es una actividad por ella reglada: por el contrario, constituye un serio problema teórico. No por culpa de la actividad interpretativa, desde luego, sino como consecuencia del lenguaje y de las construcciones conceptuales que empleamos al llevarla a cabo, que nos devuelven constantemente a la pretensión ontológica que vengo criticando y a la que volveré enseguida. Ahora bien, si el positivismo no ofrece guías para la interpretación, ¿dónde han de encontrar esas pautas los positivistas? Donde todo el mundo las busca: en el pensamiento moral. Sólo que, para un positivista, eso es aplicar la moral a la interpretación del derecho, en tanto el iusnaturalista considera esa misma actividad como
una forma profunda de la investigación jurídica. Puesto que ambos hacen lo mismo, podría pensarse que la diferencia en este aspecto es apenas un problema de nomenclatura. Pero no es así. Cualquier teoría que postule para la interpretación una solución jurídicamente correcta se ve obligada a postular también verdades no empíricas (ni tampoco deductivas). Y, por lo tanto, a postular una ontología poblada –entre otros muchos objetos– de hechos morales. Yo no estoy dispuesto a postular hechos morales, pero no por razones trascendentes (en las que, como buen escéptico, estoy lejos de creer), sino por motivos puramente metodológicos. El concepto de verdad y el de realidad son dos caras de una misma moneda: el de verdad sería vacío sin una realidad que lo contrastara, en tanto la idea de  realidad sería inútil si no nos sirviese para distinguir las proposiciones que nos conviene aceptar de aquellas que preferiríamos desechar. La experiencia sensorial, especialmente cuando puede compararse con la de otras personas, constituye una manera de discernir unas de otras en el aspecto empírico: una manera que, de hecho, todos o casi todos compartimos sean cuales fueren nuestras reflexiones acerca de la mente, la percepción, el sujeto, la cultura, el ser o la nada. En esas condiciones prácticas, los conceptos de realidad y de verdad funcionan admirablemente, porque cada sujeto puede determinar fácilmente a qué atenerse respecto de ellos en cada caso y esa posibilidad es fuertemente intersubjetiva: tanto, que la llamamos “objetiva”. Si en el tema de los valores tuviéramos un consenso semejante (esto es si todos o casi todos compartiéramos una misma teoría metaética y, dentro de ella, la confianza en algún método viable, practicable por cualquiera y comparable), no habría inconveniente alguno en ampliar nuestra ontología como de hecho tantos lo hacen, incluir en ella ciertos hechos definidos como hechos morales, establecer un modo de aprehender la verdad acerca de esos hechos y, desde luego, integrar en la definición del derecho las pautas de interpretación que en aquellos hechos pudiesen fundarse. En un supuesto así, yo abrazaría con entusiasmo la tesis de la integración entre derecho y moral, ya que las leyes sólo podrían explicarse como apenas un compendio de divulgación acerca de lo justo. Pero no disponemos de tal consenso: cuando mucho, tenemos algunos acuerdos culturales –acaso mayoritarios, pero no unánimes dentro de la misma cultura– acerca de la aprobación o desaprobación de ciertas conductas específicas. En esas condiciones, una ontología poblada de constructos es extremadamente riesgosa; en especial cuando tales constructos tengan como base las preferencias del observador (o de muchos observadores, o de los observadores que se aprueban entre sí).

Todos los positivistas tienen ideas morales, cada uno desde su propia teoría metaética; y, si esa teoría es la no descriptivista, abrigan de todos modos criterios de preferencia acerca de las conductas propias y ajenas, que es apenas una manera más cuidadosa de referirse al mismo fenómeno mental. Esto permite a los positivistas manejarse en la vida cotidiana, amén de ejercer la no menos riesgosa tarea interpretativa. Yo, de hecho, razono en esta materia como un utilitarista de reglas, sin considerarme por eso autorizado a afirmar verdades ni a describir realidades trascendentes que no podría demostrar en el ya expuesto marco de “objetividad”. Simplemente tengo preferencias."

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