"Hacéis bien, señor doctor" -Nada hay ya que sea inofensivo. Las pequeñas alegrías, las manifestaciones de la vida que parecen exentas de la responsabilidad de todo reflexionar, no sólo tienen un momento de obstinada necedad, de tenaz ceguera, sino que además se ponen inmediatamente al servicio de su extrema antítesis. Hasta el árbol que florece miente en el instante en que se percibe su florecer sin la sombra del espanto; hasta la más inocente admiración por lo bello se convierte en excusa de la ignominia de la existencia, cosa diferente, y nada hay ya de belleza ni de consuelo salvo para la mirada que, dirigiéndose al horror, lo afronta y, en conciencia no atenuada de la negatividad, afirma la posibilidad de lo mejor. La desconfianza está justificada frente a todo lo despreocupado y espontáneo, frente a todo dejarse llevar que suponga docilidad ante la prepotencia de lo existente. (...)
(...) El turbio trasfondo de la buena disposición que antaño se limitaba al Prosit der Gemütlichkeit hace ya tiempo que ha adquirido tonos más amistosos. El diálogo ocasional con el hombre del tren, que a fin de no caer en una disputa se conviene en limitar a un par de frases de las que se sabe que no terminarán en homicidio, es ya un signo delator; ningún pensamiento es inmune a su comunicación, y es ya más que suficiente expresarlo fuera de lugar o en forma equívoca para rebajar su verdad. Cada vez que voy al cine salgo, a plena conciencia, peor y más estúpido. La propia amabilidad es participación en la injusticia al dar a un mundo frío la apariencia de un mundo en el que aún es posible hablarse, y la palabra laxa, cortés, contribuye a perpetuar el silencio en cuanto que, por las concesiones que hace a aquel a quien va dirigida, queda éste rebajado en la mente del que la dirige. El funesto principio que siempre late en el buen trato se despliega en el espíritu igualitario en toda su bestialidad. Ser condescendiente y no tenerse en gran estima son la misma cosa. En la adaptación a la debilidad de los oprimidos, en esta nueva debilidad, se evidencian los presupuestos de la dominación y se revela la medida de tosquedad, insensibilidad y violencia que se necesita para el ejercicio de la dominación. Cuando, como en la más reciente fase, decae el gesto de condescendencia y sólo se ve igualación, tanto más irreconciliablemente se imponen en tan perfecto enmascaramiento del poder las negadas relaciones de clase. Para el intelectual es la soledad inviolable el único estado en el que aún pueda dar alguna prueba de solidaridad. Toda la práctica, toda la humanidad del trato y la comunicación es mera máscara de la tácita aceptación de lo inhumano. Hay que estar conforme con el sufrimiento de los hombres: hasta su más mínima forma de contento consiste en endurecerse ante el sufrimiento.
(...) El turbio trasfondo de la buena disposición que antaño se limitaba al Prosit der Gemütlichkeit hace ya tiempo que ha adquirido tonos más amistosos. El diálogo ocasional con el hombre del tren, que a fin de no caer en una disputa se conviene en limitar a un par de frases de las que se sabe que no terminarán en homicidio, es ya un signo delator; ningún pensamiento es inmune a su comunicación, y es ya más que suficiente expresarlo fuera de lugar o en forma equívoca para rebajar su verdad. Cada vez que voy al cine salgo, a plena conciencia, peor y más estúpido. La propia amabilidad es participación en la injusticia al dar a un mundo frío la apariencia de un mundo en el que aún es posible hablarse, y la palabra laxa, cortés, contribuye a perpetuar el silencio en cuanto que, por las concesiones que hace a aquel a quien va dirigida, queda éste rebajado en la mente del que la dirige. El funesto principio que siempre late en el buen trato se despliega en el espíritu igualitario en toda su bestialidad. Ser condescendiente y no tenerse en gran estima son la misma cosa. En la adaptación a la debilidad de los oprimidos, en esta nueva debilidad, se evidencian los presupuestos de la dominación y se revela la medida de tosquedad, insensibilidad y violencia que se necesita para el ejercicio de la dominación. Cuando, como en la más reciente fase, decae el gesto de condescendencia y sólo se ve igualación, tanto más irreconciliablemente se imponen en tan perfecto enmascaramiento del poder las negadas relaciones de clase. Para el intelectual es la soledad inviolable el único estado en el que aún pueda dar alguna prueba de solidaridad. Toda la práctica, toda la humanidad del trato y la comunicación es mera máscara de la tácita aceptación de lo inhumano. Hay que estar conforme con el sufrimiento de los hombres: hasta su más mínima forma de contento consiste en endurecerse ante el sufrimiento.
Theodor W. Adorno, Minima Moralia, §5