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lunes, 27 de junio de 2011

La violencia política como acción moral (y política)


"La opción no violenta, como toda opción política es discutible (...)"
John Brown

(Participé, como autor, en actos de "bienvenida" a los nuevos cargos electos, el pasado día 11 de junio, organizados en toda España por el Movimiento 15-M. Observé -a la vez que participaba- los acontecimientos, analicé las reacciones de los medios de comunicación, de los partidos políticos, del propio movimiento... Reflexioné sobre todo ello. He querido esperar a que los hechos estuviesen a cierta distancia y pudiésemos pasar de la pura respuesta defensiva frente a la manipulación informativa y a la amenaza de criminalización, a un análisis más sereno, más teórico, más riguroso...)

Admitámoslo: más allá de la burda manipulación de los hechos por parte de los medios de comunicación, de los partidos políticos y de las instituciones, sigue siendo cierto que -por ejemplo- impedir a alguien entrar o salir de un edificio es un acto violento. Porque creo que es imprescindible preservar un concepto estricto de violencia, si el mismo ha de servir para algo útil: ha de entenderse, pues, por violencia un acto que se entromete indebidamente en la integridad de un individuo (desde luego, el concepto de integridad es cultural); y es violencia física aquella que constituye una intromisión indebida en el cuerpo del individuo. Así, (al menos) en nuestra cultura, oponerse a la entrada o a la salida de una persona de un edificio (conductas subsumibles en principio, respectivamente, en los tipos penales de coacciones y de detención ilegal) son conductas indubitadamente violentas (tal vez -puesto que en la violencia también hay grados- no muy violentas, pero sí violentas). Como lo son golpear o empujar a una persona o -en menor medida- amenazarla o insultarla a la cara. Sólo es preciso colocarse en lugar de la víctima de tales actos: ¿sentiríamos o no -y creo que muy justificadamente- estar siendo objeto de violencia si alguien nos tratase de tal modo, independientemente de sus razones para hacerlo?

Ante esta innegable realidad, la izquierda (no hipermoralista) ha tendido a reaccionar de un único modo racionalmente coherente: imputando un sesgo inaceptable (estatalista) al concepto usual de violencia; y ampliándolo, a través del concepto de "violencia estructural". (Por supuesto, hay otras dos reacciones críticas posibles -ambas irracionales, en mi opinión: minimizar el carácter violento de conductas como las reseñadas; o bien apostar radicalmente por la no-violencia estricta -resistencia pasiva... Sin embargo, la primera solución no es tal, sino un ocultamiento del problema: ¿aceptaríamos que -por ejemplo- alguien nos impidiese entrar en un edificio tan sólo por capricho? Dado que la respuesta obvia es que no, entonces la conclusión, también evidente, es que se trata de un acto violento, que requeriría, desde el punto de vista moral, una particular justificación, no cualquiera. Por otra parte, por lo que hace a la opción no-violenta radical, siendo perfectamente defendible desde determinados -y muy radicales- presupuestos morales, es difícil convertirla en una opción coherente y políticamente defendible siempre y en todos los casos, para cualquier movimiento político más pluralista en cuanto a sus fundamentos morales -como lo son, de hecho, todos los relevantes.)

Sin embargo, el concepto de violencia estructural, útil como sin duda ha sido, desde el punto de vista propagandístico, para poner de manifiesto la manipulación ideológica del concepto usual de violencia, resulta, a mi entender, notoriamente vacuo: en efecto, si violencia equivale a injusticia, entonces todo es violencia; y, por lo tanto, nada posee la particular relevancia moral que la violencia conlleva, frente a otras formas de injusticia. Precisamente por ello, conviene (en esto coincido con estudiosos del tema, como Vittorio Bufacchi) preservar un concepto estricto de violencia: en ella (a diferencia de lo que ocurre en otros supuestos de explotación y/o de injusticia) existe una actuación directa sobre la esfera de integridad de la víctima (sobre su cuerpo, en el caso de la violencia física), que la vuelve particularmente irritante para ésta, así como especialmente difícil de combatir con eficacia. (De este modo, no es lo mismo ser una mujer víctima de la explotación machista -el varón no asume ninguna tarea de cuidados- que una mujer dominada -el varón decide cuándo y con quién salgo de casa- o que, en fin, una mujer víctima de la violencia -el varón me encierra en casa, o me golpea.)

Realizadas estas distinciones conceptuales, entonces nos hallamos ya ante la cuestión que me gustaría plantear: no es razonable exigir a ningún movimiento político que renuncie ab initio a cualquier forma de violencia como táctica de acción política. No lo es, al menos, si la cuestión de la violencia política es analizada en sus justos términos: vale decir, en términos morales. (Dejo, pues, a un lado el uso habitual, propagandístico, del término por parte de los medios de comunicación y de los órganos del Estado, a tenor del cual lo que hacen los agentes del Estado es "fuerza justificada" y lo que hacen terceros es violencia -con toda la sarta de epítetos que en dicha propaganda acompaña al término: terroristas, anti-sistema, asesinos, etc.)

En efecto, como han señalado diversos estudiosos (señaladamente, el mencionado Vittorio Bufacchi), existen evidentes razones para considerar que, prima facie, una conducta violenta resulta moralmente incorrecta. Y ello, por la implicación de intromisión en la integridad que el acto violento conlleva.

Y, sin embargo, tal afirmación sólo resulta universalmente válida de tal modo: prima facie. Pues, considerando todas las circunstancias del caso concreto (all things considered), existen numerosas ocasiones en las que la realización del acto violento resulta, pese a todo, moralmente justificable.

Consideremos un ejemplo extremo: imaginemos que hubiera sido posible, mediante el bloqueo del Reichstag (a través de coacciones, de amenazas, de injurias, de detenciones ilegales, de malos tratos y de algunas lesiones), impedir la sesión parlamentaria de 23 de febrero de 1933 en la que se aprobó la ley que otorgó al Reichskanzler Adolf Hitler plenos poderes. ¿No pensaríamos casi tod@s (excepto, claro está, los más obtusos hiper-estatalistas, así como los partidarios más consecuentes de la no-violencia radical) que tales acciones violentas y que el sufrimiento de sus víctimas (aun si las mismas eran inocentes: funcionarios del Reichstag, por ejemplo) habría estado moralmente justificado?

Ahora, preguntémonos: ¿y qué ocurre si de lo que se trata es -como en el caso del Parlament catalán- de impedir abusos sin duda menos graves, pero también relevantes en contra de los derechos humanos, que los parlamentarios iban a decidir -y, de hecho, decidieron? ¿Justifica esto las coacciones, las amenazas, las detenciones ilegales, los malos tratos, las lesiones,...?

Mi intención, al plantear así los términos de la cuestión, es poner de manifiesto cómo, en realidad, no es posible dar una respuesta simplista al problema moral suscitado (salvo desde una opción radical por la no-violencia). Y cómo, verdaderamente, la respuesta racional ha de ser: depende; depende de qué males se estén intentando evitar y de qué daños se causen como táctica para evitarlos. Es decir, se trata, característicamente, de una cuestión de proporcionalidad, entre fines y medios. Y, como siempre que recurrimos a este criterio de valoración moral, habrá que concluir que a mayor relevancia de los fines perseguidos, mayor permisividad deberá admitirse en cuanto a los medios (dañosos) cuyo empleo se ha de considerar moralmente justificable.

En este sentido, parece inaceptable, por irracional, la usual (hegemónica) concepción a tenor de la cual los actos violentos constituyen el summum malum, el máximo de maldad moral, de entre todos los actos imaginables. Ello puede ser cierto en abstracto: ceteris paribus (esto es: ocasionando unas mismas consecuencias dañosas), es cierto que un acto violento resulta peor que uno (también injusto, pero) no violento, por entrometerse más directamente en la integridad de la víctima. Pero, precisamente, sólo es cierto bajo la condición ceteris paribus: pues si, por el contrario, el acto no violento ocasiona consecuencias más dañosas que el violento, entonces puede que éste resulte preferible a aquél.

Resumamos, pues, la cuestión moral: la violencia es, prima facie, un mal moral. Pero no siempre resulta serlo en el caso concreto, cuando se consideran todas las circunstancias del caso. Y, por ello, puede haber (y, de hecho, hay) numerosas ocasiones en las que el recurso a la acción violenta es perfectamente justificable desde el punto de vista moral. En concreto, cuando se dan los requisitos de proporcionalidad, entre los fines perseguidos (evitación eficaz de males morales) y los medios (dañosos) empleados para ello. Proporcionalidad significa aquí, claro está, varias cosas. Primero, por supuesto, la justificación moral del fin perseguido: sólo si hay un mal a evitar, la violencia puede llegar a estar justificada. Segundo idoneidad de la acción dañosa para lograr evitar el mal que amenaza: si -por ejemplo- secuestrar a la cuñada del presidente de la cámara va a resultar inútil para lograr que éste desconvoque la sesión, entonces dicho acto no puede estar moralmente justificado. Tercero, subsidiariedad: sólo puede justificarse moralmente un acto violento absolutamente necesario, por no haber otra solución (menos violenta) disponible, para lograr el fin perseguido. Y, por último, una proporción adecuada entre el daño (previsible) si no se evita el mal que amenaza y el daño (previsible) que causará la acción violenta encaminada a evitarlo.

De esta manera, en la práctica, lo que el razonamiento moral nos presenta es una diversidad de situaciones (de conflicto moral) en las que, atendiendo a las circunstancias (en concreto: a la gravedad del mal que se pretende evitar y a las consecuencias previsibles en cada caso de la acción violenta de evitación), la violencia resultará justificable en uno u otro grado. No lo resultará en absoluto, desde luego, cuando no haya mal que evitar, o cuando la violencia no sea idónea para evitarlo. Pero lo resultará, en alguna medida (hasta cierto límite), cuando tales condiciones no concurran: estará justificada hasta el punto en que resulte imprescindible -por eficaz- para evitar el mal amenazante; pero solamente cuando dicha evitación se pueda lograr con un coste (desde el punto de vista de los daños que la violencia causa a sus víctimas) proporcionado.

Hasta aquí he considerado la cuestión de la justificación moral de la violencia en abstracto. Sin embargo, hay dos problemas adicionales que han de ser examinados, cuando se trata de violencia política (que no es no individual, sino colectiva, y que está orientada a lograr cambios en los patrones de interacción social). (Considero aquí únicamente la violencia política no estatal. Y ello, porque la violencia que tiene su procedencia en el Estado, precisamente porque éste reclama una particular legitimidad -para él y para su violencia-, puede y debe reunir requisitos más estrictos para resultar moralmente justificable. Sobre esta cuestión, sin embargo, no discurriré ahora.)

Por una parte, se plantea el problema -peliagudo- del reparto de los costes de la violencia. Pues, mientras que no existen particulares dificultades (más allá de las vistas antes) cuando las víctimas de la violencia son partícipes en la perpetración del mal que se intenta evitar (por ejemplo: líderes políticos, agentes encargados de ejecutar sus órdenes injustas), la cosa se complica en otro caso: ¿hasta qué punto puede ser justificadamente objeto de actos violentos una persona inocente (un familiar de un agente del Estado, por ejemplo), si ello es eficaz para lograr el objetivo de evitación perseguido? Podría responderse, desde un deontologismo coherente, que nunca: un sujeto inocente es siempre inocente, cualesquiera que sean las circunstancias prácticas implicadas. Sin estar seguro, no obstante, de que esta solución radical resulte plausible (al fin y al cabo, la mayor parte de las teorías morales y de los ordenamientos jurídicos vienen aceptando -con todas las limitaciones que se quiera- la figura del estado de necesidad agresivo, en el que se protege un interés moralmente valioso a través del daño -menor, proporcional- causado a un sujeto inocente), sí que lo estoy de que, cuando menos, la inocencia de la víctima de la violencia ha de pesar, y mucho, en el juicio de proporcionalidad acerca de la justificación de la misma. Reduciendo, pues, las alternativas de acción violenta aceptables en contra de inocentes.

Por fin, existe un último problema, que es no sólo de índole moral, sino también muy importante desde el punto de vista político: ¿en nombre de quién puede legítimamente actuar (y valorar, y decidir) quien obra violentamente con fines políticos? En efecto, todas las reflexiones anteriores nos llevan hacia un mismo lugar: dependiendo de ciertas valoraciones morales, la violencia política (para evitar males colectivos) puede llegar a estar justificada. Pero, por supuesto, esto conduce fácilmente hacia el riesgo del mesianismo: alguien que se arroga el papel de "salvador" de grupos sociales enteros ("impotentes, alienados, cobardes, engañados,..."), o de valores morales absolutos.

Se trata, pues, de un problema de representatividad: quien obra con fines políticos, pretende estar obrando en representación de y en beneficio de una colectividad. La cuestión, claro está, es si ello en cada caso resulta cierto. Cuestión que no tiene solución moral, puesto que tampoco es normativa, sino de hecho... bien que de una clase de hechos extremadamente resbaladizos. Así, por una parte, es cierto que nadie puede obrar violentamente de forma justificada aduciendo fines políticos si no actúa verdaderamente en representación del grupo social al que intenta beneficiar.

Por otra parte, sin embargo, el problema más complejo es determinar qué significa en este caso el término "representación". La representación, en efecto, es un hecho: alguien actúa en nombre de otro si éste, de alguna manera, asume sus actos como propios. (No existe, pues, representación cuando se actúa con el fin de ayudar a otros, pero sin contar con la opinión de los beneficiarios -o, peor aún, contando con su oposición.) En el caso extremo (pero improbable en la praxis de la acción política violenta), el representante cuenta con el consentimiento expreso de sus representados: el autor de unas amenazas a un empresario, por ejemplo, ha consultado y obtenido la aquiescencia de todos los trabajadores y sindicatos implicados en el conflicto laboral. Lo que ocurre, desde luego, es que en la mayor parte de las ocasiones la representación política opera por canales bastante menos estrictos. Así, parece que hay que conformarse con (pero hay que exigir efectivamente) que los representantes -los actores de la violencia- cuenten con el consentimiento tácito o presunto de aquellos a quienes benefician con sus actos. Consentimiento que, como he señalado, es un hecho (un estado de opinión), empíricamente constatable.

(Una última pregunta podría plantearse, acercade las cuestiones de representatividad: ¿puede cualquier grupo social arrogarse justificadamente la facultad de autorizar violencia legítima? Se trata, no obstante, de una pregunta que no admite una respuesta sencilla, pues la misma depende de a qué sujetos morales colectivos les sea otorgado reconocimiento en el plano político. Así, ni una teoría extremadamente indiviualista ni una teoría hiper-estatalista podría aceptar nunca la legitimidad de la violencia política en nombre de un grupo social. Sin embargo, la mayor parte de las teorías políticas aceptar la capacidad de acción política de otros agentes colectivos distintos del propio estado. Y, en esa medida, dichas teorías están abiertas a que, en su marco, pueda llegar a justificarse la legitimidad moral de la acción violenta en nombre de dichos agentes.)

Hasta aquí, un resumen de las cuestiones relevantes acerca de la moralidad de la violencia política. No se ha abordado, desde luego, otro tipo de cuestiones, las de índole instrumental: que la violencia pueda llegar a estar justificada moralmente no significa necesariamente que resulte la mejor estrategia. Puede, al contrario, que en ocasiones la no-violencia resulte, desde el punto de vista instrumental, una alternativa de acción mejor. En todo caso, es esta un problema diferente (que deberá ser abordado en otro momento y con otro método de análisis). Que sólo puede y debe plantearse si y cuando la respuesta a la cuestión moral -acerca de la legitimidad de la conducta violenta- sea positiva.

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