Es obvio: uno, cuando tiene la suerte de viajar a París únicamente por ocio, puede hacer muchas cosas. Puede circular con la boca abierta, como un(a) papanatas, dejándose deslumbrar por los -verdaderamente obscenos- alardes del lujo burgués a los que los diseñadores de la imagen de marca de la ciudad (ya se sabe: la ville lumière...) resultan tan aficionados, en vista de su éxito. A esto solemos dedicarnos tod@s l@s turistas, en mayor o menor medida, la primera vez que visitamos la ciudad. Algun@s, sin embargo, luego intentamos superar este papanatismo, y profundizar (sobre todo, claro, si tenemos la oportunidad de regresar en más ocasiones).
Uno puede también, más sensatamente, dejarse atiborrar por la masa de belleza artística que acumula en sus museos, por los rastros de la historia dejados en sus calles y plazas; por la hermosa gastronomía francesa... Todo lo cual, por cierto, recomiendo igualmente con fervor
Pero, no obstante, puestos a posar de políticamente radicales, hay además otras cosas que se deberían hacer en París. Algunas, creo, más fructíferas que otras. Y que lo son porque, según entiendo, distinguen entre aquellas posiciones políticamente radicales que resultan hoy más relevantes de esas otras que, pese a ser también radicales, me parecen, en términos políticos, más bien inanes.
Podemos, primero (moralismo), escandalizarnos con más o menos alboroto ante el llamativo contraste entre las exhibiciones de lujo y la proliferación de personas sin hogar y de la mendicidad en las calles, así como ante la situación degradada de las banlieues y las condiciones de muchas personas migrantes (y también francesas, pero con origen en familias migrantes).
Podemos, en segundo lugar (nostalgia), recorrer las calles de París y rastrear en ellas su gloriosa historia revolucionaria: desde la Place de la Bastille hasta el Cimetière du Père Lachaise, pasando por las calles en las que se libraron las batallas en torno a las barricadas en -entre otros momentos- 1830 y 1848. Conmemorar nuestros hitos, honrar a nuestros héroes y heroínas.
Ambas alternativas son plausibles, qué duda cabe. Sin embargo, pienso yo que un radical en París puede y debe hacer algo más: debe intentar comprender. Y, entonces, puestos a comprender, París se revela como un espléndido campo de pruebas para la comprensión de la evolución del capitalismo, hasta la contemporaneidad: debido, en efecto, a su larga presencia en el centro de la evolución del sistema-mundo centrado en torno a Occidente, ya desde la Alta Edad Media, y hasta nuestros días, uno puede ser capaz de apreciar en París una gran masa de indicios acerca de cómo los poderes sociales (por emplear la terminología de Michael Mann) han ido transformando la sociedad y sus espacios. Y cómo, frente a ellos, se han ido produciendo, y destruyendo, las resistencias populares. (Por decirlo con Walter Benjamin: no existe un solo documento sobre la civilización que no sea al mismo tiempo un documento sobre la barbarie.)
Cuando, estos días pasados, recorría bajo esta perspectiva las calles de París, tenía muy en mente el espléndido libro de David Harvey, París, capital de la modernidad (Akal, Madrid, 2008), que adopta precisamente esta perspectiva. Intentaba leer, más allá de la nostalgia (y, por supuesto, del mero moralismo), lo que la historia tiene aún que contarnos, acerca de cómo cambian los tiempos, a través de las luchas (de las derrotas populares, pero también de sus victorias):
- París, ciudad burguesa por antonomasia, consagración histórica del triunfo de la burguesía, de su explotación, de su dominación: si uno recorre -por ejemplo- la Avenue des Champs-Élysées, u observa cómo el ensanche de Haussmann transformó el centro de la ciudad en un gran enclave de exhibición de poder burgués (o, en una clave más historicista, el recorrido por los pasajes comerciales decimonónicos, en los que Walter Benjamin veía precisamente el lugar central para poder reconstruir la arqueología del capitalismo), puede comprender plásticamente lo que significa la victoria del gran capital. Cómo los ciudadanos y ciudadanas son solamente, en el mejor de los casos, invitados (como consumidores, como turistas) a dichos lugares, si no meros trabajadores para limpiarlos, servirlos y vigilarlos, en pro de sus amos.
- Pero también París, ciudad de luchas: la necesidad que, aún hoy, la burguesía francesa siente de tener una fuerte presencia policial (¡y militar!) en sus calles, el esfuerzo visible por mantener al proletariado insumiso fuera de las calles "de" la burguesía (hoy: a l@s revoltos@s de las banlieues, a los y las manifestantes, huelguistas, activistas de la acción directa, etc.), pone claramente de manifiesto cómo cada triunfo burgués no ha sido arrancado sin lucha (y, por consiguiente, resulta reversible). En este sentido, es cierto, la sangre derramada (desde los revolucionarios guillotinados por el Thermidor hasta la represión policial de las actuales protestas) no puede ser sólo la fuente de nuestra nostalgia, de nuestro homenaje: ha de ser un recordatorio de cuanto es posible (y necesario).
En suma: reclamaría para el turista radical una mirada arqueológica (en el sentido que Walter Benjamin y Michel Foucault proporcionaron al término), políticamente orientada, que esté dirigida a la comprensión de lo real como (tan sólo) una de las alternativas de lo posible, producido en la dialéctica de las luchas (y de las causas de que dichas luchas hayan así -y no de otro modo- transcurrido).