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viernes, 16 de julio de 2010

Mammoth (Lukas Moodysson, 2009): ¿pero qué es lo que les (nos) ocurre a l@s ciudadan@s occidentales?


Película abonada, sin lugar a dudas, al género de las películas de diagnóstico sociopolítico global, al modo de –por poner ejemplos muy diferentes entre sí- Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006) o Syriana (Stephen Gaghan, 2005), Mammoth destaca de entre ellas por dos grandes cualidades, muy propias de su director. Primero, por concentrar la narración en torno a un núcleo limitado de personajes, relacionados entre sí mediante cadenas cortas y (por ende) verosímiles, lo que permite que la historia pueda llegar a funcionar (cosa que en ninguno de los otros dos ejemplos citados ocurría –sí en Syriana, pero únicamente por su adhesión colateral al género de la intriga, en su versión “conspiranoica”). Y destaca también, en segundo lugar, por su cuidada composición visual, en la que los planos pretenden –y, muchas veces, logran- resultar suficientemente expresivos, complementando las acciones y los diálogos que contemplamos en las escenas filmadas.

Dicho lo anterior, hay que reconocer que la película funciona mejor en unos aspectos que en otros. Es claro, en este sentido, que el centro de atención de la historia, pero también de la narración, se ubica en torno a ese matrimonio joven, moderno, acomodado, “progresista”, encarnado por Gael García Bernal y por Michelle Williams. Por el contrario, los restantes personajes funcionan antes como espejos en los que los problemas y las obsesiones de aquellos puedan reflejarse y llegar hasta nosotr@s, espectador@s. Así, no parece posible realmente hacerse una idea fidedigna de las realidades de los países empobrecidos del mundo tan sólo a través de la visión de la pobreza, de la inmigración, de la prostitución, etc. que la película presenta. Y ello, porque dicha visión resulta excesivamente dependiente de la mala conciencia “progresista” occidental, obligada –al parecer- a presentar a las personas pobres como víctimas, que sufren mucho. Cuando, desde luego, la realidad es mucho más ambivalente: porque las personas pobres no sólo sufren; y porque, además, no son únicamente víctimas, sino que también son agentes de sus destinos y luchador@s por sus derechos.

Con ello llegamos, me parece, a lo que constituye la reflexión relevante que es dado extraer de la película. Y hemos de llegar a ella no sólo a través de la historia que la película cuenta, sino también al meditar acerca de esas características de la narración misma que acabo de apuntar.

¿Qué es, en efecto, lo que les sucede a los protagonistas de la película? Observando sus vidas con la mirada de un(a) espectador(a), parecería en principio difícil entender por qué se sienten tan mal, qué es lo que buscan, lo que anhelan. Y, sin embargo, estamos tan habituados a toparnos con personas como ellos dos que nos resulta difícil dejarnos sorprender: hay que dar un paso atrás para poder extrañarnos –como se debe- por el comportamiento, característicamente neurótico, de los personajes.

Cuando ese paso atrás ha sido dado y, pese a todo, intentamos comprenderles (y no, simplemente, despreciarles –y a ello nos ayuda bastante la posición, respetuosa, aunque inmisericorde, del director ante sus criaturas), creo que no nos queda otra conclusión que sacar que la siguiente: los protagonistas (y, en realidad, todos los seres humanos de la cultura occidental) hemos caído en un(os) modelo(s) de existencia –y, consiguientemente, en una ética- cuyo núcleo resulta ser eminentemente sentimental. Son, así, las emociones aquello que buscamos (las emociones valoradas como “positivas”) y aquello (las consideradas “negativas”) de lo que huimos. Ello configura los principios de nuestra acción. No, pues, el hedonismo, como tantas veces se afirma; no, al menos, en su vertiente más crudamente materialista. Antes al contrario, somos herederos de la construcción de la sentimentalidad que tiene lugar a lo largo del pensamiento romántico: ya desde el siglo XVIII (desde Rousseau y otros coetáneos), con un amplio desarrollo a lo largo del siglo XIX, y algunas matizaciones (en cuanto a la práctica, procedentes de éticas pragmatistas) en el siglo XX.

De este modo, lo que la película nos muestra (lo que todos, por nuestra experiencia cotidiana, conocemos) es una racionalidad mutilada: sujetos actuando bajo la premisa práctica de que “hay que sentirse bien”. Naturalmente, puesto que las emociones poseen un origen complejo (parcialmente evolutivo, parcialmente endógeno en el individuo y parcialmente exógeno), y también efectos polifacéticos (ayudan, pero también obnubilan), guiar toda una praxis exclusivamente sobre la base de dicho principio de acción lleva, inevitablemente, a la frustración, al fracaso… Que es, precisamente, lo que las personas occidentales sienten (¿sentimos?) todo el tiempo. Y que nos obliga, a cada instante, a olvidarnos de nuestras emociones para “ser prácticos”… lo que, de nuevo, nos hace sentir mal, en una rueda sin fin ni solución aparente.

Eso es, precisamente, lo que les ocurre a nuestros protagonistas: atrapados entre diversas “necesidades” emocionales (sentirse útiles, sentirse buenos padres, sentirse respetuosos con los demás, sentir emociones “auténticas”,…), cada uno de los pasos que dan les aleja necesariamente de sus objetivos. A la vez que, por el camino, causan daño a l@s tercer@s (criadas, prostitutas, etc.), más pobres y menos poderos@s, con quienes interactúan. Mientras que, desde luego, nada de su acción permanece, todo deviene fútil. (Hay poiesis (producción, sobre la base de –lo afirmaban Deleuze y Guattari- la organización del deseo por parte de los poderes del sistema social), mas no una praxis que resulte verdaderamente digna de tal nombre.)

Aristóteles, Sócrates, Platón, o cualquier otro pensador griego clásico de fuste, se hubiese horrorizado, ante tamaña ausencia de phronesis, de sabiduría práctica. Nos habría advertido de que sin el cultivo de la virtud no es posible una vida de excelencia. Y nos hubiese indicado que las emociones y las pasiones han de estar en todo momento suficientemente controladas desde la racionalidad. Una racionalidad que debería aceptarlas, y cultivarlas. Y una racionalidad que ha de ser siempre, para resultar excelente, social, y también política.

Si de este manojo de ideas podamos aquellos componentes contextuales históricos en los que este pensamiento clásico anidaba (aristocracia, etnocentrismo, etc.), si, entonces, las trasladamos a un contexto sociopolítico moderno, ¿no nos darían muchas más indicaciones útiles acerca del “bien vivir” (y, de paso, sobre un modelo de interacción social mejor) que miles de páginas de “autoayuda” –¡oxímoron donde los haya!- inspiradas en vulgarizaciones de la sentimentalidad romántica?



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