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miércoles, 2 de junio de 2010

Un turista en Cerro Rico: problemas de la representación cultural de la política revolucionaria



Ayer estuve visitando las minas de Cerro Rico, en Potosí (Bolivia): los restos desconchados de una historia larga de explotación y colonialismo, hoy reducidos a una minería tecnológicamente subdesarrollada y sobreexplotada por las empresas intermediarias, que compran el mineral a los mineros (teóricamente autónomos).

En tanto que experiencia personal, no puedo decir que se trate de una visita particularmente ilustrativa: arrastrarse por los túneles, respirar el polvo, golpearse contra las paredes (y observar a los hombres que se dejan la salud y la vida allí adentro), nada de ello puede constituir una experiencia sorprendente para alguien que esté medianamente informado sobre lo que ha constituido siempre la minería, particularmente allí donde la misma va unida a debilidad sindical y, consiguientemente, a sobreexplotación. Sólo adolescentes ansiosos de adrenalina (o sus homólogos más mayores, aún perdidos en aquella edad mental y carencia de madurez) pueden encontrar la experiencia –por emplear la expresión al uso- “emocionante”. (Un compañero de visita, checo, decía que, en efecto, aquella había sido “la experiencia más emocionante de su vida”.)

Nada de esto resulta, sin embargo, interesante, más allá de poner de manifiesto un determinado estado de infantilización, desconcierto e inconsciencia, ya sabido. Más sugerente me parece, no obstante, la reacción de varios jóvenes (británicos, alemanes, australianos, estadounidenses) cuando salimos de la mina, en el viaje de vuelta: como uno de ellos me dijo muy expresivamente, “cuando uno entra ahí y luego sale y vuelve a ver la luz del sol, sólo puede dar gracias por tener una familia tan maravillosa, que le ha dado la oportunidad de estudiar y de vivir de un modo menos inhumano, menos insoportable”.

Me parece sugerente la observación, decía, porque creo que expresa bien –con esa sinceridad e inconsciencia de una cierta juventud- un determinado estado del espíritu contemporáneo. En efecto, mientras que yo, imbuido de análisis marxista y de teoría de la justicia social, he visto ante todo en Cerro Rico un ejemplo sangrante de (antiguo) colonialismo y (contemporánea) precariedad y sobreexplotación de poblaciones subalternas y periféricas, aquel joven solamente ha observado algo mucho más simple, y contundente: ha visto el horror (Sí: aquel mismo horror que Kurtz –el inolvidable personaje de Joseph Conrad- evocaba y pretendía exorcizar.) Y, horrorizado, tan sólo se le ocurre huir de él, extrañarlo… olvidarlo, si pudiese.

Porque el horror paraliza: a lo sumo, conmueve o incita a la compasión (a esa blanda emoción que inunda los discursos políticos contemporáneos y que, sin una política explícita detrás, puede resultar tan tramposa… -algunos discursos acerca de los derechos humanos son buena prueba). Es decir, en ausencia en el receptor de una teoría que permita comprender aquello que se observa, la representación de la injusticia tiende a producir efectos políticos más bien distópicos: a generar miedo, estupor, sensación de impotencia… y, en el plano práctico, conformismo, búsqueda de seguridad a cualquier precio. Conservadurismo, en suma.

La cuestión no es, según creo, baladí: todos los movimientos sociales tenemos la tendencia a abusar de los discursos del horror y de la compasión. Casi siempre acompañados, es cierto, de discursos de injusticia, de opresión, de poder… aunque raramente estos últimos resulten tan prominentes para el oyente, políticamente inculto, como aquellos.

¿Qué es, entonces, lo que verdaderamente estamos representando, y para qué? ¿No deberíamos más bien construir y representar la –por emplear la expresión de Spinoza y de Negri- potencia de la multitud, su capacidad y su protagonismo, antes que la agonía de los sufrientes a manos de la injusticia? ¿No habría visto mi joven compañero otra cosa diferente? …Que, sin duda, le habría asustado mucho también: los oprimidos que expresan, sin embargo, libertad interior, aterran al sumiso. Pero, puestos a asustar a los inconscientes y a los conformistas, ¿no es preferible hacerlo con la agencia de los subalternos, antes que con esa experiencia cuasi-natural (cuasi-metafísica, incluso) del horror que ese joven se encontró en Potosí y que le ha hecho –estoy seguro- volver a Australia todavía más contento de ser quien es (proletario blanco, sumiso y culturalmente insulso, pero con un sueldo superior a la media del proletariado mundial)?

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