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martes, 3 de noviembre de 2009

José A. Estévez Araújo: Working poor, working rich


Una comedia norteamericana reciente cuenta la historia de un chico y una chica blancos que comparten piso y que, aunque trabajan ambos, no logran pagar las facturas. Deciden, entonces, hacer una película “porno” para conseguir el dinero que les hace falta.

La película en sí no tiene mucho interés. Ni siquiera es demasiado graciosa. Pero sí refleja un fenómeno al que es necesario prestar atención. Se trata de lo que los sociólogos han venido en denominar los “working poor”, una expresión que podríamos traducir como “trabajadores pero pobres”. Los working poor ponen de manifiesto que hoy en día tener trabajo no es condición suficiente para escapar de la pobreza. Un salario, incluso en los países del Norte, puede ser insuficiente para satisfacer las necesidades básicas de una persona (y no digamos ya de una familia).

Dos informes recientes se han referido al fenómeno de los working poor. El primero es de la OCDE y se titula “Growing unequal” (crecimiento desigual). Fue publicado a finales del año pasado. El otro es el “Informe de la Inclusión social en España” y acaba de aparecer editado por Caixa Catalunya.

El estudio de la OCDE señala que los últimos cinco años han visto crecer la desigualdad y la pobreza en dos tercios de los países de la organización. Ha aumentado la diferencia entre los ingresos que perciben los más ricos y los que reciben quienes peor están. Eso ha determinado un aumento de la pobreza, que es concebida por la OCDE como una magnitud relativa. Son pobres aquellos que ganan menos de la mitad del ingreso medio de un país.

Pero la pobreza relativa coincide la mayoría de las veces con la absoluta. Se traduce en malas condiciones de vivienda, en dificultades de acceso a los servicios de salud, y, como en el caso de los jóvenes de la película, en imposibilidad de pagar las facturas.

La media de la pobreza así entendida en la OCDE es de un 10% de la población. Algunos países las superan ampliamente: el 17% de los estadounidenses son pobres según los criterios de la organización. En España estamos en el 15%, aunque el informe sobre la inclusión social eleva esa cifra al 20% de la población de nuestro país.

¿Quiénes son esos pobres? Los más ancianos (los mayores de 75 años) siguen teniendo mucho riesgo de caer en la pobreza. También las mujeres separadas con hijos. Pero tanto en uno como en el otro informe aparece un nuevo grupo de riesgo. Se trata de los jóvenes de 18 a 25 años. Una de las causas de que ahora ser joven conlleve el peligro de ser pobre son los bajos salarios que percibe este sector de la población. Ser “mileurista” ya no da para pagar las facturas. Especialmente en España donde el precio del alojamiento se ha disparado como consecuencia de la especulación inmobiliaria. Menos mal que aquí funciona el “colchón” familiar. El informe español calcula que si los jóvenes que viven con sus padres tuvieran que independizarse, cuatro de cada diez personas de ese segmento de edad caería bajo el nivel de la pobreza.

El fenómeno de los woking poor explica por qué no hay garantía de que menos paro signifique automáticamente menos gente pobre. Estados Unidos y (sorprendentemente) Japón son ejemplos de ello. Ambos tienen altos índices de empleo pero una pobreza por encima de la media de la OCDE. En España pasa algo similar. Según el Informe sobre la inclusión, el incremento del empleo fruto de la última ola de crecimiento económico no modificó el índice de pobreza. Éste se mantuvo en torno al 20% a pesar de la disminución del paro.

Hay dos causas que explican el fenómeno de los working poor: por un lado está la precarización laboral que ha acompañado al proceso de globalización neoliberal. Por otro, el desmantelamiento de los mecanismos redistributivos. De hecho, los países de la OCDE donde son menores las diferencias de ingresos y más bajos los índices de pobreza son aquéllos con un sistema impositivo eficaz y un buen nivel de prestaciones y servicios sociales. Eso es algo que ya había señalado Albert Recio en el número anterior de este boletín. La lectura del informe de la OCDE lo corrobora: Dinamarca y Suecia son los países con menos desigualdad (y menos pobreza), porque la redistribución por medio de las políticas públicas reduce la diferencia inicial de ingresos en más un 40%.

En el otro lado del espectro de los working poor están los working rich, los “trabajadores, pero ricos”. Oliver Godechot ha dedicado su último libro a analizar este fenómeno en el mundo de las finanzas. Se trata de asalariados que perciben más de 1.000.000 de euros por año en Francia y que en Estados Unidos pueden ganar una media de 30 o 40 millones de dólares anuales. A pesar de ser personas que perciben sus principales ingresos en forma de salarios, pueden codearse con quienes viven de los beneficios de sus capitales. Forman parte del club de los ricos.

Los abultados emolumentos de estas personas tienen en buena parte la forma de primas o incentivos. Se trata de los famosos “bonus” de los que tanto se ha hablado últimamente.

Se han formulado diversas hipótesis para intentar explicar el inmenso poder negociador de estos asalariados de oro. ¿Cómo consiguen que les paguen esas increíbles cantidades? Robert Reich, ministro de trabajo de Clinton, lo explicó señalando que son portadores de unas capacidades de las que las empresas no se pueden apropiar y que, sin embargo, tienen una importancia estratégica para las mismas. Se trata de personas con la perspicacia suficiente para identificar nuevos problemas, o con la habilidad y pericia de utilizar tecnologías punteras para solucionarlos. O bien, se trata de ejecutivos con la capacidad negociadora necesaria para construir y mantener la estructura en red en que se han convertido las grandes empresas. Godechot, por su parte, atribuye ese poder negociador más bien al capital social que han ido acumulando estos grupos a lo largo de sus años de trabajo en la compañía. En parte ambas explicaciones se solapan. O bien son personas que pueden decir: si me voy, me llevo mi red de contactos o mi cartera de clientes a otra empresa. O bien, son personas que si se van, se llevan su capacidad de innovación a otra parte. Sea cual sea la explicación, el poder negociador de esa muy reducida élite de asalariados es efectivamente muy grande. Todo lo contrario que el de la inmensa mayoría de trabajadores, para quienes pueden encontrarse sustitutos con facilidad en el mercado de trabajo nacional o extranjero.

El fenómeno de los working poor pone de manifiesto la necesidad de que se aseguren las condiciones para que todo el mundo pueda acceder a lo que la Organización Internacional del Trabajo denomina un “trabajo decente”. Es preciso reforzar el poder negociador de los trabajadores para revertir el proceso de precarización. También es manifiesta la necesidad de reinstaurar mecanismos redistributivos de carácter público. Es decir, hay que contar con sistemas impositivos eficaces y progresivos y desarrollar políticas públicas con orientación social.

Pero para conseguir estos objetivos es necesario adoptar medidas de carácter global. Muchos estados no están en condiciones, aunque quisieran, de implementar los medios precisos para alcanzar esos fines.

Por ello deberían instaurarse mecanismos internacionales que asegurasen la eficacia de los derechos laborales. Los derechos de los trabajadores no pueden ser adecuadamente defendidos si se actúa exclusivamente a nivel estatal. Habría, por ejemplo, que reforzar los poderes de la OIT. Se le podrían atribuir facultades sancionadoras del tipo de las que tiene la Organización Mundial del Comercio. En cuanto a esta última, la OMC debería preocuparse de cómo se producen las mercancías y no sólo de cómo se intercambian. Ello le llevaría a introducir la lucha contra el “dumping social” como uno de sus principales objetivos.

En cuanto a los working rich, la limitación por arriba de los salarios, poniendo un tope a lo que puede llegar a ganar una persona, quizá no sería muy eficaz, pero resultaría ejemplar. Supondría empezar a poner en cuestión el tabú del carácter ilimitado de la riqueza que una persona puede adquirir o acumular. De todas formas, sería más importante analizar el problema de la manera como son remunerados estos asalariados de oro. Hasta ahora, esa cuestión se ha analizado exclusivamente en relación con los beneficios para los accionistas y la empresa. Se ha dicho que esas formas de remuneración incentivaban la adopción de riesgos a corto plazo. Y que era necesario vincular los “bonus” a los resultados de la empresa a medio y largo plazo. Ahora sería el momento de indagar también el efecto que tienen esas formas de remuneración sobre los demás trabajadores de la compañía. La obtención de resultados a corto plazo puede ir vinculada a subidas de la cotización de las acciones de las empresas. De eso se benefician tanto los inversores como los ejecutivos que reciben parte de sus “bonus” en forma de “stock options”. Pero todos hemos sido testigos de que una forma de conseguir que las acciones de una empresa suban es despedir a una parte de sus trabajadores. Los mecanismos de remuneración de los working rich no sólo son peligrosos para los accionistas o la empresa, sino también para los propios trabajadores.

Por último, pero no por ello menos importante, para que los estados recuperen su capacidad redistributiva es necesario reinstaurar su poder fiscal. Eso implica adoptar medidas decididas y contundentes contra los paraísos fiscales. También exige llevar a cabo una homogeneización de la fiscalidad sobre el patrimonio y las rentas de capital a nivel global. La Unión Europea podría ser un buen primer escenario para ello. Por otro lado, la implantación de la Tasa Tobin reduciría las operaciones especulativas y permitiría crear fondos globales para fines sociales.

Después de haber ayudado a los bancos y de no haber obligado a los working rich que los llevaron a la quiebra a devolver las primas que cobraron por hacerlo, es más imperativo que nunca volver la vista hacia los working poor. Todas las personas que cobran un salario deberían poder vivir de una forma que no atentase contra su dignidad. El “trabajo decente” se ha convertido en una exigencia más imperiosa que nunca.

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