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jueves, 30 de enero de 2020

Richad Jewell (Clint Eastwood, 2019)


En Richard Jewell Clint Eastwood continua con su gloriosa serie de retratos de individuos ejemplares, enfrentados a un medio social mediocre, opresivo y manipulador. Hay quienes quieren ver en esta tendencia un mero trasunto en forma narrativa de la ideología más individualista (y, se suele añadir, reaccionaria), tan solo una fábula moralista. Y, sin embargo, me parece a mí que para quien no sea un “progre de salón” (de esos que –como hace ya tantos años señalara Pierre Bourdieu- utilizan su capital cultural para ubicarse en posición dominante dentro de la estructura social, rezumando moralina “políticamente correcta” y desprecio hacia la plebe que no comparten su “buen gusto”), narrar las vicisitudes de un trabajador no cualificado, precario e indefenso, arrojado a las fauces del interés de los poderes sociales (aquí, representados por unos medios de comunicación sensacionalistas, unas fuerzas de seguridad inquisitoriales y un imaginario colectivo ávido de hallar chivos expiatorios para las ansiedades y miedos omnipresentes en una sociedad –como la norteamericana- plural, dividida e injusta) y que intenta, a pesar de tenerlo todo en su contra, hacer valer sus derechos y su presunción de inocencia, no es precisamente una historia significativamente reaccionaria, sino más bien libertaria…

En efecto, lo que Richard Jewel viene a escenificar es la terrible situación en la que se encuentra el individuo que confía en el Estado, que se haya creído los discursos legitimadores acerca del poder político, cuando ocurre que –por azar o intención- se convierte en objeto de interés para ese poder. Que, llegado el caso, le observará únicamente desde una perspectiva de racionalidad puramente instrumental: ¿para qué me sirve, en tanto que poder, hacer algo con este individuo (ensalzarle, acusarle, penarle, destruirle, respaldarle, premiarle, expulsarle,…)? Dada esta realidad, los límites morales al poder político constituidos por los derechos individuales (y los de los grupos) son siempre límites externos, impuestos, forzados. Porque el poder ostenta siempre la pretensión de extender ilimitadamente (cuando menos, de manera potencialmente ilimitada) su capacidad de conducir y condicionar la conducta de los individuos, en función de los intereses (de racionalidad instrumental) que encarna.

En la película de Eastwood, esta realidad aparece encarnada en el fascinante personaje de su protagonista (Paul Walter Hauser): un trabajador precario, pobre, e inculto, bueno y solitario, despreciado y ridículo. Perfecta carne de cañón para construir un chivo expiatorio (sobre la base, se cuenta en la película, de un mero perfil psicológico vago y tópico, fundado en un evidente sesgo cognitivo –de parte de los expertos policiales- de la disponibilidad). Alguien que, además (y este dato resulta esencial para entender el tono entre enternecido y cómico que adopta en tantos momentos la narración, algo no tan frecuente en el cine del director), confía ciegamente en el Estado y en la autoridad, porque él mismo aspira a ser “un buen policía” (ese agente ideal del poder estatal –todo él honradez, preocupación por el bien común y por la ciudadanía- que vende el discurso legitimador del poder policial).

La situación resulta, entonces, paradójica: el cazador cazado; y, por ello, porque ni siquiera se considera tal, más indefenso que cualquier otra potencial pieza de caza. Situación esta que es puesta de manifiesto en la historia a través de la introducción del personaje del abogado defensor (Sam Rockwell), liberal escéptico, desconfiado respecto de los abusos del poder del Estado, que traerá la salvación (a través del aprovechamiento de todos los recursos del Estado de Derecho) a un personaje que, por su desvalimiento, estaba abocado más bien a haber sido arrastrado al fango y a la perdición.

Una historia, pues, de individualismo y de resistencia de éste y de sus derechos frente a la arbitrariedad del poder. Narrada, además, con la poderosa concisión que se ha convertido en el signo de identidad estético del cine de Eastwood en las últimas décadas y que ha vuelto sus películas tanto más humanas y potentes, en su capacidad para transmitir la verdad que se trasluce en sus ficciones.




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