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martes, 31 de enero de 2012

Un dilema en la estrategia sindical: ¿negociación, protesta... o abstención?


Quisiera detenerme aquí a considerar un dilema estratégico real en la praxis de nuestros sindicatos, dentro de la actual realidad política. (Uno de esos dilemas que son cómodamente orillados por los izquierdistas de salón, a los que la realidad política parece afectar poco. Esos que proclamaron alegremente, cuando la crisis económica estalló, que por fin había llegado la hora de que las profecías de Marx se cumpliesen, que el capitalismo iba a desaparecer ya. Y que, ahora, vista su clarividencia, se limitan a explicar, a quien quiera oírles, "lo que debería hacerse" -no importa si es posible o no.)

La Unión Europea, encabezada por Alemania (que ya había tomado medidas en ese sentido en el plano interno durante el gobierno de Gerhard Schröder) y manejada por el gran capital europeo, ha decidido ya hace bastantes meses hacer de la necesidad (la crisis bancaria y financiera y sus repercusiones) virtud, y aprovechar el shock provocado por la crisis para "limpiar su propia casa". Es decir, para reforzar la competitividad del capital europeo en el mercado mundial. Y, para ello, reducir cuanto sea (políticamente) posible la carga que para dicha competitividad supone la protección de los derechos de l@s trabajador@s, la negociación colectiva y el Estado del Bienestar. En efecto, dado que, por diversas razones (políticas, pero también económicas), no resulta posible (pese a los "avances" en este sentido), trasladar toda la actividad empresarial a países del Sur con una mano de obra susceptible de explotación salvaje, era preciso, si se quería competir con otros núcleos capitalistas, "corregir" la situación de (relativo) privilegio de l@s trabajador@s europe@s. La opción por los recortes de derechos es, pues, hasta donde yo puedo ver, estratégica, no meramente coyuntural.

Por supuesto, nada está escrito en las estrellas, sino que todo dependerá -además de factores de azar- de la evolución de la economía (europea y mundial), así como la de las luchas políticas: esto es, de las resistencias (y, en el mejor de los casos, reacciones) de la población y de los movimientos sociales y políticos (de las izquierdas europeas). En este sentido, es claro que la Unión Europea constituye un marco institucional muy favorable al gran capital: por su falta de democracia y de transparencia, por la ausencia de una opinión pública y de un electorado europeos, por la debilidad de la coordinación supraestatal de organizaciones y movimientos que podrían, potencialmente, liderar la resistencia y la reacción.

Dos son las clases de ataques que, en el marco de esta estrategia de corrección, se están produciendo, en contra de los intereses de las clases populares: por una parte, recortes de prestaciones sociales (en un contexto de aumento del desempleo y de agravamiento de la pobreza); por otra, recortes de derechos laborales y reducción de salarios, para l@s trabajador@s que aún conservan un empleo. La primera clase de recortes están teniendo ya una contundente respuesta ciudadana: son demasiado visibles, demasiado indiscriminados, demasiado groseros, afectan a condiciones demasiado básicas del Estado del Bienestar (sanidad, educación, servicios públicos,...). Por ello, el recorrido de esta forma de ataque (sin despreciar por ello su impacto destructivo, particularmente sobre los grupos sociales más vulnerables: inmigrantes, mujeres, menores, discapacitados, ancian@s, etc.) es, me parece, limitado, pues resulta muy difícil de sostener desde el punto de vista político.

Más "interesante", desde la perspectiva empresarial, es la segunda clase de recortes, en el ámbito laboral. Y ello, por varias razones, complementarias entre sí. Primero, porque una ciudadanía que en la calle es capaz -en ocasiones- de plantar cara a sus gobiernos, de desafiarles y aun de hacerles retroceder, se vuelve (hablo siempre en términos generales) extremadamente sumisa en sus centros de trabajo, frente a sus patronos. Ello, por supuesto, obedece a diversas causas sociológicas, que ahora no procede analizar. Es, no obstante, un hecho incontrovertible, según demuestran todos los datos. Por otra parte, en segundo lugar, las medidas de limitación de derechos en el ámbito laboral resultan mucho menos visibles de cara a la opinión pública: son siempre sectoriales, específicas, muy de detalle, con efectos erosionadores que sólo son visibles a medio y largo plazo. Son menos burdas, en suma, por lo que suelen generar menos oposición abierta de los menos informados (la gran mayoría).

Por fin, la táctica de restricción de derechos laborales y de rebaja de salarios puede contar en su favor con dos fenómenos ideológicos (no espontáneos, por supuesto) muy relevantes: las divisiones socioculturales dentro de las clases trabajadoras (trabajador@s inmigrantes frente a trabajador@s nacionales, emplead@s públic@s frente a l@s de la empresa privada, técnic@s frente a obrer@s manuales, trabajador@s con contrato "fijo" frente a trabajador@s precari@s,...); y el evidente triunfo de la ideología antisindical en amplias capas de las clases trabajadoras (incluidos -y ello resulta tanto más alarmante y lamentable- sectores muy relevantes de la izquierda), que desarma -al menos en parte- a quienes deberían liderar la resistencia frente a las mismas.

Por todo lo anterior, cabe esperar que el ataque a los derechos laborales y a los salarios (que forma parte esencial de la estrategia neoliberal de gobernanza desde el principio, aunque hayan tomado ahora la crisis económica como pretexto para nuevas profundizaciones) no sea en absoluto un fenómeno coyuntural (puesto que, además, dichos recortes ninguna conexión tienen -salvo en los ensueños neoliberales más zafios- con la reducción del déficit público o con la crisis financiera y bancaria).

(Por lo demás, desde el punto de vista empresarial, el ataque a los derechos laborales es una cuestión bastante más importante que la otra, pues es la que en realidad afecta a sus intereses más directamente: dado que las reformas tributarias regresivas -junto con la legalización y/o tolerancia del fraude tributario- han dejado la financiación del gasto público prácticamente en manos de las clases trabajadoras, lo que de verdad afecta a la rentabilidad empresarial es, en esencia, la lucha, por el poder y por las frutos del trabajo, dentro de la empresa, entre patrono y trabajador@s. Lo demás -la financiación del Estado del Bienestar- acaba por ser, en buena medida, un problema de reparto de los costes entre diferentes capas de la clase trabajadora misma, que sólo preocupa a la patronal -además de por sus anteojeras ideológicas- por el efecto que pueda producir en el empoderamiento, y consiguientemente en la (in)disciplina, de l@s trabajador@s; además, por la posibilidad de hacer negocio con los servicios públicos, si estos se deterioran lo suficiente y/o se privatizan.)

Con esto llegamos al dilema estratégico que anunciaba al inicio de esta reflexión.

Está constatado -la historiografía así lo indica- que las situaciones de grave crisis socioeconómica, al tiempo que, por una parte, elevan la disponibilidad para entrar en conflicto de ciertos sectores de la clase trabajadora (en general, aquellos que gozan de mejor posición relativa: tienen más recursos y se sienten más seguros), también quebrantan enormemente la combatividad del resto: la gran mayoría (en un mercado de trabajo que, en general, ofrece pocas posibilidades de defensa de sus derechos y pocas oportunidades de cambio a mejor en el empleo) tiende, racionalmente, a intentar conservar lo (poco) que tiene, y no ponerlo alegremente en peligro. Ello viene demostrado, en el caso de España, por la reducción del número de horas de huelga, así como por la moderada participación de l@s trabajador@s en las convocatoria de protesta laboral que han tenido lugar. (Dejo, como apuntaba, a un lado la peculiar situación de ciertos grupos de emplead@s públicos -educador@s, sanitari@s, etc.-, que pertenecen el grupo de trabajador@s relativamente privilegiad@s.)

Por supuesto, a la vez que esto ocurre, también grandes masas de trabajador@s han perdido su empleo u ocupan puestos de trabajo tan precarios y de baja calidad que (particularmente, si se trata de personas que no tienen grandes cargas familiares) no los valoran en demasía. Es decir, no tienen (casi) nada que perder en el terreno laboral, por lo que podrían estar dispuestos a movilizarse. Sin embargo, se trata de masas inarticuladas: (prácticamente) sin organización, poco coordinadas y sin conciencia de formar parte de un mismo grupo social (porque, de hecho, muchas veces les une tan sólo su posición socioeconómica, resultando enormemente diversos en términos de cultura, etnia, nacionalidad, género, etc.), realmente es difícil imaginar todavía una amplia movilización de este sector.

(Las anteriores afirmaciones se realizan hoy por hoy: esto es, a salvo del trabajo de organización y concienciación que pueda tener lugar, que en todo caso será siempre trabajoso y lento. Si bien es cierto que, a medida que la situación social y del empleo se va degradando, la posibilidad de un estallido va volviéndose más probable. La cuestión, no obstante, es que hará falta un esfuerzo -anterior o posterior- de articulación sociopolítica, hoy inexistente. No en vano la movilización hasta ahora más exitosa -el Movimiento 15M- se ha desarrollado a partir de presupuestos ciudadanistas, no de clase social, a pesar de estar conformado por participantes que, en muchos casos, forman parte objetivamente de ese "precariado": porque tod@s ell@s se identifican como "ciudadan@s con derechos", mas no necesariamente como proletari@s sobreexplotad@s.)

Pues bien, en estas condiciones, ¿qué hacer? Esto es, ¿qué hacer, que sea posible (no vale, pues, expresar buenos deseos imposibles -¡prohibido el wishful thinking!) y que sea la mejor alternativa de actuación, para defender los derechos laborales? Tres parecen ser las alternativas:

1ª) Negociar hasta el límite de lo posible, para limitar los daños: Ha sido la estrategia sindical mayoritaria hasta la actualidad. En parte, desde luego, por tradición, pero también en parte por pragmatismo, por no ver otra alternativa mejor, los sindicatos han aceptado negociar en todas y cada una de las ocasiones en las que se ha planteado por parte del gobierno (espoleado por la Unión Europea y asesorado -cada vez más abiertamente- por el gran capital) una nueva "reforma" (léase: limitación de derechos). Por supuesto, el resultado de la negociación ha sido siempre -a mí no me cabe ninguna duda- significativamente mejor que lo que hubiera osado hacer el gobierno (con sus asesores y grupos de presión) por sí "solo". Se ha limitado, pues, el daño, sin duda alguna...

...aunque, desde luego, el problema estriba en los destructivos efectos psicosociales de tales procesos negociadores, de cara a la credibilidad y respaldo social al movimiento sindical. En efecto, en una sociedad escasamente sindicalizada, con una ofensiva ideológica antisindical extendida y con un nivel de formación política generalizado que no puede calificarse sino de superficial, es fácil manipular los hechos (y a ello se aplican voceros diligentes a derecha e izquierda, día sí, día también) y presentar la negociación y el acuerdo subsiguiente como coautoría. Así, leyendo muchos "análisis" de lo que está ocurriendo, ¡parecería que el poder lo tienen los sindicatos, que han decidido, ellos solos -por su propia maldad intrínseca-, "reformar" la legislación laboral, sin que nadie les haya forzado a plantearse la cuestión! Se trata, por supuesto, de una interpretación pueril, que no resiste la más mínima crítica racional. Pero no estamos hablando de críticas racionales: estamos hablando de poder ideológico. Y éste, sin duda alguna, está en manos de los sostenedores de la tesis antisindical.

(Como se comprobará, no hablo de la teoría de la "complicidad moral" de los sindicatos en los recortes, que es la versión izquierdista de la tesis antisindical. Y no hablo de ello porque me parece que -aun si algun@s la sostienen con la mejor intención- traslada el debate a un ámbito equivocado: al de la pureza moral. Pureza que, en política, no existe (¿existe en algún aspecto de la vida?): en política, se toman decisiones intentando elegir la mejor de las alternativas de acción posibles, valorando para ello sus efectos previsibles. Lo cual significa que, muchas veces, aun esa mejor alternativa sigue siendo bastante mala. ¿Es eso "complicidad moral"? Ni lo sé -aunque lo dudo- ni me importa: mi negociado no es el de la salvación de las almas...)

En resumidas cuentas: negociar y llegar a acuerdos (menos malos que la propuesta original) es, objetivamente, una buena solución para los intereses de much@s trabajador@s. Pero, a medio plazo, puede ser suicida para la capacidad sindical de negociación (porque lo es para su credibilidad y para su capacidad de movilización). Se trata, pues (y en ella estamos), de una alternativa de actuación en la que los efectos no intencionales de la acción acaban mitigando en gran medida las buenas intenciones, para provocar más mal que bien, en una valoración global.

(Una matización: incluso en los malos acuerdos globales -mitigados por la intervención sindical- ha habido medidas que eran positivas para algunos sectores de l@s trabajador@s. Siendo esto cierto, no obstante, es inevitable hacer una valoración global de los mismos.)

2ª) No negociar (o, llegado cierto punto, romper la negociación) y alzarse en protesta: Desde luego, prima facie, parece la mejor de las alternativas imaginables: puestos en la tesitura de tener que enfrentar una ofensiva contra los derechos de l@s trabajador@s, ¿quién puede dudar de que la respuesta ideal es llegar a paralizarla a través de una protesta sostenida y efectiva? Porque ello no sólo produce el efecto inmediato de detener la restricción de derechos, sino que, mediatamente, provoca también el empoderamiento del movimiento sindical y de la clase trabajadora. Es decir, aquí los efectos no intencionales de la acción son -al igual que los intencionales- netamente positivos.

Por supuesto, la cuestión es determinar cuándo esta estrategia resulta realista. Pues (contra lo que presuponen -o fingen presuponer- los voluntaristas) está perfectamente demostrado por la ciencia social que no cualquier acción social es posible, siempre y en cualquier momento, sino que en cada momento y lugar únicamente algunas lo son: por la estructura de las motivaciones de los agentes y por la estructura de la situación misma en la que han de decidir y actuar. Así, por ejemplo, es claro que cualquiera pueda convocar una huelga general, aun en la situación de mayor represión imaginable. Ello, desde luego, no significa que la huelga general (quiero decir: la real, en las empresas y en las calles, no la imaginada en los panfletos) resulte siempre posible: dadas ciertos niveles de represión, parece casi inimiginable que la gran mayoría de l@s trabajador@s estén dispuestos al grado de heroísmo imprescindible para que una huelga tal pueda tener éxito.

Esto me parece evidente. Pero, si es así, entonces las circunstancias en las que la protesta es organizada importan. Y, en este sentido, ya advertía antes que la situación actual resulta particularmente poco propicia a una expresión laboral -y sindical- de malestar. Menos aún si la misma fuese pensada como una protesta ambiciosa y continuada: l@s trabajador@s, en las empresas, tienen miedo. Son conscientes de la injusticia a las que están siendo sometid@s (y por ello se manifiestan, como ciudadan@s, y simpatizan mayoritariamente con el Movimiento 15-M, y acusan -de manera sin duda algo simplista- a la gran banca de ser culpable de la situación). Pero de esta descripción y valoración de los hechos no se deduce necesariamente que estén dispuest@s a arriesgar fácilmente lo que aún poseen (aun degradado, aun recortado en sus derechos -de manera muy desigual, por lo demás, según sectores y categorías profesionales).

En estas condiciones, la alternativa de la movilización suscita una dinámica diabólica: movilizar quiere decir ir más allá de protestas fundamentalmente simbólicas (manifestaciones, concentraciones, huelgas de duración predeterminada), pues la posibilidad de estas -y aun de la huelga general de un día- ya es asumida como un coste inevitable de las políticas de recortes. Pero, para ir más allá de las protestas simbólicas, es preciso contar con una disposición sólida a la movilización y a la huelga de parte de l@s trabajador@s. En ausencia de tal disposición confirmada (lo que, por desgracia, parece ser la hipótesis más verosímil en muchos casos), culquiera de las alternativas posibles son malas, sin que se sepa cuál lo es en mayor grado: no movilizarse significa perder capacidad de influencia y de presión, además de respaldo social entre l@s trabajador@s. Pero hacerlo y fracasar estrepitosamente en el empeño conlleva (en el ambiente que he intentado describir) un riesgo igual, si no mayor, de pérdida de influencia y de respaldo.

Existe una réplica posible (quiero decir: una réplica seria: no me lo parecen ni la pura afirmación voluntarista -"pues, pese a todo, hay que..."- ni la irresponsable -"no importan las consecuencias, hay que..."): la idea de que estamos donde estamos, en parte al menos, a causa de los errores estratégicos previos del movimiento sindical, que durante las décadas transcurridas de neoliberalismo no ha sido capaz de generar un plan viable de acción sindical. Y, sin duda, hay mucho de cierto en esta objeción: sin ánimo de caer en el discurso de las culpas (no me parece pertinente para esta discusión, ni siquiera demasiado informativo en general), a mí también me parece claro que ha faltado, por parte de tod@s (y en este "tod@s" incluyo, cuando menos, a tod@s l@s que en un modo o en otro hemos participado y participamos en la actividad sindical y política de las izquierdas -esta inclusión me parece importante, para no incurrir en fariseísmo), un debate y una formulación de estrategias adecuadas a la situación social, económica y política. No era fácil, en cualquier caso.

De todas formas, ya advertía que, en mi opinión, no conviene centrarse en demasía en este argumento, si es que ello nos ha de conducir a un estéril debate sobre culpas. (Por supuesto, hay mucho que aprender de los errores cometidos. Pero, si se trata del "gran debate" estratégico, acerca de la acción sindical en el marco del neoliberalismo, entonces pienso que se trata de un tema demasiado amplio y dificultoso para abordarlo aquí y ahora. Porque necesitamos respuestas -provisionales, si se quiere- más inmediatas.)

Sí quiero rescatar, sin embargo, una idea que es posible extraer a partir del argumento de la responsabilidad derivada de actuaciones previas del propio movimiento sindical, y que me parece verdaderamente relevante para nuestra reflexión estratégica actual y urgente: no se deberían impulsar alternativas de acción que acaben por producir efectos (no intencionales, si se quiere) tan desmovilizadores como lo han sido algunos de los producidos en el pasado.

Con ello, me parece, las dos alternativas de actuación que acabo de considerar (negociar acuerdos/ negarse a negociar y protestar) caen por su propio peso: por las razones expuestas en cada uno de los casos, cualquiera de las dos acaba por ocasionar, aquí y ahora, más mal que bien, para el movimiento sindical y para la clase trabajadora. La primera, la de la negociación, porque probablemente los daños evitados no compensen los efectos colaterales dañosos a medio plazo, en términos de capacidad de movilización y de respaldo social, que el movimiento sindical ha de soportar (tal vez injustamente, pero de forma innegablemente real). Y la segunda, la de la protesta, porque -hablando en términos generales- no parece realista, y por ello ha de acabar casi inevitablemente, si se sigue con coherencia, al fracaso sindical (y a la desmovilización y el desapoderamiento).

3ª) Si todo lo anterior es cierto, sólo resta una alternativa, al menos hasta donde yo alcanzo a ver: la de la abstención, la no colaboración. Es decir, la de tomar la decisión, en aquellos casos en los que el planteamiento de partida de la "reforma" de que se trate sea tan erróneo y/o tan injusto que no haya forma de volverla buena, de no negociar. De dejar, en suma, que la medida sea vista como una medida de la patronal y del gobierno, que no cuenta con ningún respaldo del movimiento sindical ni de la clase trabajadora.

Negociar, pues, hasta donde sea posible negociar sin aceptar la esencia de la lógica del adversario (y definir "lo esencial" no resulta siempre fácil...). Más allá de esto, protestar, de forma limitada (porque las energías no alcanzan para más), sin pretender tener una fuerza que no se posee. (Un aprendizaje necesario: un "buen fracaso" -una protesta bien medida, aunque no triunfe inmediatamente- puede ser, a medio plazo, una victoria: en términos de legitimidad. Y, en todo caso, no prometamos más de lo que podemos darle a la ciudadanía.)

Y dejar al gobierno y a sus parlamentarios (y al gran capital que les apoya) solos, con su decisión: desnudos, en su arbitrariedad y en su complicidad de clase, ante la ciudadanía. Si se quiere, trasladar al plano laboral-sindical ese magnífico eslogan de que "no nos representan".

Desde luego, la estrategia del "escaño vacío" tiene sus riesgos. ¿Qué ocurre si, pese a todo, la mayoría de la ciudadanía se inclina más por el gobierno y por sus razones que por las razones sindicales? Es decir, ¿qué sucederá si se demuestra que es posible imponer medidas restrictivas de derechos sin contar en absoluto con la participación y (algún grado de) la aquiescencia de las organizaciones sindicales, y que no pase nada (grave)? ¿No se estaría creando un precedente peligrosísimo, de cara al futuro, destruyendo de golpe años de trabajo arduo para asegurar el papel de los sindicatos en la negociación social? El horror vacui ha de surgir, casi inevitablemente...

Sugiero, sin embargo, que se trata de una estrategia que, cuando menos, debería ser considerada, por parte del movimiento sindical. Por supuesto: para ser usada de forma harto prudente, en las "grandes ocasiones". (Y acompañada de la correspondiente labor de explicación -la mejor propaganda: la de los hechos concluyentes que acompañan, y son coherentes con, los discursos.)

 Que, en esas ocasiones cruciales, constituye una alternativa (arriesgada, pero más) realista a la de la negociación sin límites y a la de la protesta "hasta la victoria", que he intentado demostrar que resultan muy insatisfactorias. Que significa devolver a la sociedad su protagonismo. Se trata, en último extremo, de presentar batalla en el campo en el que hay que plantearla, que es, según creo, en el terreno de la legitimidad de los distintos agentes políticos. Esto es, en el de las razones para seguir a unos o a otros: ¿con el gobierno (y con los partidos políticos que le apoyan) y con la patronal, o con los sindicatos (y con el resto de los movimientos sociales, que en lo sustancial están de acuerdo con ellos)?.

En efecto, por las causas expuestas, el desafío puramente instrumental al poder (político y empresarial), a través de la huelga, deviene (prácticamente) imposible: intimidar a dichos poderes a base de imponerles un coste económico inmanejable a través de una movilización prolongada, o paralizarles políticamente de forma instantánea a través de una huelga general (corta, pero) masiva, parecen posibilidades altamente improbables. ¿Por qué, entonces, no cambiar de campo de batalla?

¿Por qué no someter a cuestionamiento su representatividad? ¿Cuántas "reformas" antisociales puede afrontar un gobierno en solitario, tan sólo con el apoyo de la patronal y del gran capital (y de unos partidos políticos desacreditados por su dependencia de éste)? Es ésta, a mi entender, una estrategia que, a diferencia de las anteriores, al ubicar la discusión en el terreno de la legitimidad, ha de favorecer al movimiento sindical: reduce los elementos de división dentro del mismo (¿negociar o no?) y entre éste y otros movimientos sociales; coloca a la población (como acertadamente ha intentado el Movimiento 15-M) en la tesitura de decidirse entre dos legitimidades. Y, a la vista de la extendida conciencia pública acerca de la responsabilidad del gran capital en el surgimiento de la crisis, así como del extendido desprestigio de los líderes políticos, fomentaría la desaparición de esa "doble conciencia" que más arriba señalaba (rebeldes como ciudadan@s, pero sumis@s como trabajador@s) como extremadamente perjudicial para el futuro de la resistencia y de la revuelta sociales. Y, según creo, podría facilitar una (global) puesta en cuestión de las políticas socieconómicas regresivas: de toda su lógica, así como de su representatividad.

Pues, en suma, lo que estamos necesitando no es tanto una discusión sobre una u otra medida en concreto (esto es un debate muy especializado, para el que las organizaciones sindicales están ya perfectamente preparadas), sino una puesta en cuestión de las políticas en su globalidad. Pero, sobre todo, de quienes las toman, en nombre de no se sabe quién (o sí que se sabe, pero se finge que no). Y para ello no basta con las palabras: hacen falta gestos efectivos.

Acabo señalando un límite evidente de esta reflexión y de esta propuesta: el límite está en la desaparición efectiva de cualquier forma de representación democrática dentro del sistema político. Con todas sus imperfecciones (¡y son tantas!), el sistema político imperante en los países de Europa Occidental sigue siendo, en alguna medida, representantivo: esto es, la opinión del electorado cuenta (algo, a veces, de manera deformada) en la decisión acerca de quién gobierna y con qué programa. Ello permite intentar influir sobre las instituciones políticas desde "fuera-dentro": aun quienes cuestionamos el sistema y conocemos de sus injusticias y carencias, podemos intentar incidir sobre la ciudadanía; y, con ello, sobre los procesos electorales y sobre los procesos de toma de decisiones políticas gubernamentales. Sin embargo, cuando la carencia de democracia llega a un punto en el que (realmente, no como mera excusa) quien gobierna el Estado ya no cuenta para nada, porque las decisiones importantes se toman en otra parte, muchas veces desconocida (Grecia podría ser, ahora mismo, un buen y trágico ejemplo), entonces todo lo dicho no vale. (Entonces es el momento de: a) cambiar de ámbito de lucha sindical -se plantea así el tema del sindicalismo de ámbito europeo; y b) iniciar la revuelta, en pro de la restauración de la democracia.)

(Otras reflexiones interesantes sobre el tema:

http://madrilonia.org/2012/01/reforma-laboralfalsos-dilemas/

http://www.agarzon.net/?p=1633

http://www.mientrastanto.org/boletin-99/notas/cuaderno-de-depresion-6

http://madrilonia.org/2012/02/precariedad-laboral-y-nuevas-herramientas-de-lucha/)

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