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lunes, 29 de mayo de 2023

¿Existen obligaciones constitucionales de incriminación derivadas del Derecho internacional de los derechos humanos?



Hace un par de semanas, participé (en Valencia) en un congreso que tenía por tema la degradación del principio de legalidad penal en la práctica legislativa actual. Dejando a un lado el tema de mi ponencia (que será objeto de un artículo próximo, por lo cual prefiero no anticipar nada sobre ella), lo cierto es que el tema que llamó más mi atención (porque, a diferencia de otros muchos, no podía compartir el punto de vista de los/as ponentes, pero tampoco quedarme al margen, por falta de interés, o de conocimiento) fue el de las obligaciones legales de incriminación de conductas, derivadas de las obligaciones de protección de los derechos humanos procedentes del Derecho Internacional.

Lo cierto es que la gente que me rodeaba en el congreso, que no era sospechosa de ser reaccionaria o insensible a la importancia de los derechos humanos, en su condición de penalistas, emitían expresiones de sospecha hacia las pretendidas obligaciones de incriminación derivadas del Derecho internacional de los derechos humanos: en su forma de ver las cosas, el Derecho internacional de los derechos humanos se parecería muy mucho a tantas otras justificaciones -espurias- .para la expansión del Derecho Penal sin fundamento suficiente.

Como yo soy un convencido de que el papel del Derecho internacional de los derechos humanos es esencial; y de que, en realidad, la dificultad no estriba en un exceso de intervención penal en la protección sancionadora de los derechos humanos, sino más bien en la ignorancia supina que la mayoría de los/as juristas (españoles/as, cuando menos) sufren cuando de Derecho internacional se habla, me sorprendió esa actitud (remisa, escéptica) de juristas progresistas. El miedo, parece ser, estribaba en que se empleen los derechos humanos como excusa para crear nuevos delitos con un bien jurídico difusamente definido y sin necesidad alguna, simplemente por atender a necesidades de reconfirmación simbólica de comunidades sociales (hegemónicas).

Y, sin embargo (tal fue mi intervención en el coloquio), no existe ninguna necesidad de elaborar a este respecto doctrinas extraordinarias. Basta, en cambio (como casi siempre ocurre), con aplicar los principios generales, para obtener una doctrina más que satisfactoria.

En efecto, la cuestión (y ello puse de manifiesto en mi intervención en el coloquio sobre este asunto) es que, en realidad, en la evolución del Derecho internacional de los derechos humanos, la interpretación de los derechos reconocidos por los pactos internacionales ha ido avanzando progresivamente hacia una concepción de los derechos humanos positivizados por tratados internacionales en la que los derechos, además de reglas (que prohibirían a los poderes públicos y a los particulares violar los derechos;: obligación de respetar), incorporarían también, como contenido de tales derechos, directrices (en el sentido explicado por M. Atienza y J. Ruiz Manero). Una directriz -en el sentido aquí pertinente- es una norma que prescribe un deber de realización progresiva de un estado de cosas; una norma que fija un fin, en suma, aunque no determina las acciones que son debidas/ prohibidas, para lograr dicho estado de cosas deseado.

Pero, si esto es así, entonces la obligación (de Derecho internacional) que los estados asumen (al menos, un Estado como el español -que, en virtud de lo dispuesto por los arts. 10.2 y 96 CE- incorpora a su ordenamiento los tratados internacionales) es la de proporcionar un determinado nivel de protección a los derechos: asegurar, por lo tanto, que todo titular de un determinado derecho (pongamos, del derecho de reunión) de hecho puede disfrutar efectivamente de las facultades que el mencionado derecho le reconoce (por ejemplo: derecho a ocupar el espacio público sin autorización administrativa, de realizar actividades políticamente subversivas en dicho espacio público, de molestar a sus conciudadanos con tal motivo, etc.). Se trata, pues, de una obligación de garantizar un determinado estado de cosas. No, pues, de una obligación de acción. Las acciones (estatales) son -o pueden ser- medios para cumplir con tal obligación, pero -directamente, al menos- no se derivan de las normas internacionales.

Esto, en la práctica, significa que lo que los Estados (en este caso, el Estado español) están obligados a asegurar es que todo titular de un derecho humano positivizado disfruta de todas las garantías (tanto primarias como secundarias) que es razonable derivar del contenido esencial del derecho. Cómo lo garanticen es cuestión diferente: en muchísimos supuestos, la forma de garantizar el disfrute efectivo (y no discriminatorio) de un derecho humano consiste en adoptar medidas de políticas públicas o de legislación permisiva: crear instituciones encargadas de garantizar el derecho (ej.: Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura), normas prohibitivas o de atribución de derechos (ej:: atribución de legitimación activa para actuar ante los tribunales civiles, penales o contencioso-administrativos a determinadas asociaciones). Pero, ciertamente, puede haber ocasiones en la que la forma más idónea (esto es: más eficaz y eficiente) de garantizar el derecho en cuestión sea crear una prohibición de conducta, reforzada por una sanción; y, a veces, por una sanción penal.

En el coloquio a que me refiero, yo puse el siguiente ejemplo: imaginemos (y no hace falta imaginar mucho) un ordenamiento jurídico que no castiga -al menos, no como tal- el delito de tortura. En tal caso, realmente parece razonable que pudiese aducirse que la creación de tal delito, y asegurar su eficacia (una eficacia proporcionada, y similar, a la que poseen otras tipificaciones penales), es una obligación del Estado, para proteger efectivamente -tal y como es su obligación- el derecho a la integridad física y mental (y, por consiguiente, los derechos de las víctimas -a la verdad, a la justicia y a la reparación- de violaciones de tal derecho). Y que, por consiguiente, existiría en tal situación una auténtica obligación (constitucional: ex art. 10.2 CE, en conexión con -en este caso- la Convención contra la Tortura).

Por supuesto, la obligación de incriminación no es incondicional, ni absoluta. Por el contrario, solamente existe en la medida en que se demuestre que se cumple con las exigencias derivadas del principio de subsidiariedad: en efecto, dado que el Derecho Penal no es -no debe ser- el instrumento fundamental de ninguna política pública, incriminar conductas solo está justificado por razón de la obligación de proteger efectivamente algún derecho humano cuando se demuestre que sin la intervención penal dicha protección queda inevitablemente demediada. Algo que, por cierto, ocurrirá necesariamente en determinados casos (no es imaginable, por ejemplo, una protección efectiva del derecho a la integridad física y mental frente a la actuación de agentes estatales sin la existencia del delito de tortura), pero no en otros (parece, por ejemplo, perfectamente plausible una protección del derecho al empleo que no necesite recurrir al Derecho Penal -para controlar a las empresas de trabajo temporal o, en general, los abusos de las empresas en los contratos de personas desempleadas o en contratos de formación).

En el mismo sentido, nadie espera (nadie, desde luego, que se tome en serio el papel de los derechos humanos como garantías dentro del proceso penal) que un tribunal incrimine a un torturador cuando el ordenamiento jurídico aplicable no prevé el delito de tortura. En un caso así (un caso ciertamente límite, pero no inimaginable -en España, por ejemplo, no existe el delito de desaparición forzada), habrá que distinguir entre la forma en la que se ejerce la potestad punitiva estatal frente al perpetrador y la  responsabilidad residual del Estado por aquellos derechos de las víctimas que no haya sido capaz de garantizar mediante sus normas. Así, por respeto al principio de legalidad (o, en su caso, del de irretroactividad de las normas sancionadoras), el torturador deberá quedar impune. Ello, sin embargo, significa que el Estado (que -recordemos- ha decidido no incriminar la conducta de tortura) estará incurriendo en un incumplimiento (falta de diligencia debida) de su obligación (constitucional, sobre la  base del Derecho internacional de los derechos humanos) de proteger efectivamente el derecho a la integridad física y mental (es decir: existe una responsabilidad del Estado que va más allá de su responsabilidad subsidiaria por el hecho de que los perpetradores de los actos de tortura sean funcionarios públicos).

Incumplimiento que necesariamente conlleva una responsabilidad (más allá de la -más difusa- derivada del incumplimiento de obligaciones internacionales del Estado), dado el rol auténticamente constitucional que en nuestro ordenamiento cumplen los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por España. Dicha responsabilidad se concretará en: a) la obligación (para todos los tribunales españoles -incluido el Tribunal Constitucional) de declarar explícitamente la existencia de un incumplimiento de una obligación constitucional por parte de los poderes públicos: b) la imposición de una obligación de resarcimiento a las víctimas por parte del Estado; y c) la declaración de una obligación (para el legislador -si es que este quiere respetar los mandatos previstos en la constitución) de incriminación, de creación de una figura delictiva (con ciertas características, y con una pena suficiente -mente preventiva). (Obligación esta, la de incriminación, que perfectamente sería posible hacer cumplir coercitivamente, a través de la figura de la multa coercitiva -conocida ya en nuestro Derecho, y desde luego también en el Derecho Comunitario europeo- para el caso de negligencia continuada y contumaz del legislador.)

Así pues, la discusión acerca de si existen, o deben existir, obligaciones (derivadas del Derecho internacional de los derechos humanos) de incriminación resulta ser más bien inocua: la pregunta interesante no es si pueden existir tales obligaciones (me parece evidente, por las razones expuestas, que sí que pueden), sino en qué casos, con qué condiciones.


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