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lunes, 4 de mayo de 2020

Alice et le maire (Nicolas Pariser, 2019)


Como persona hondamente interesada en la política, siempre he prestado particular atención a aquellas obras de arte que examinan e intentan representar el particularísimo medio social que es el de la práctica política institucional (partidos, instituciones, cargos, elecciones, etc.). (Véase, por ejemplo, aquí, aquí, y aquí.)

Alice et le maire forma parte, desde luego de ese grupo de obras de arte. Una película ligera, fácil de ver, extremadamente convencional en sus formas, con un guión algo pobre y cargada de buena conciencia progresista. Pero que, me parece, en realidad muestra mucho más sobre la (representación de la) política institucional de lo que probablemente les hubiese gustado a sus autores.

Y es que, en efecto, si de algo cabe tildar a la narración así pergeñada (además de como una obra pobre desde el punto de vista estético) es, en el plano temático, de idealista. Pues, ¿de qué otro modo cabría calificar a una narración que se ubica en el centro de la política institucional (un gran ayuntamiento francés, las vicisitudes políticas de un alcalde socialista, gran personalidad de su partido, junto con sus asesor@s) y que, sin embargo, la muestra como algo completamente desvinculado de las estructuras sociales de poder?

Si uno contempla Alice et la maire con ojos ingenuos (un inexcusable error siempre que se trata de valorar críticamente cualquier representación de lo social), observará una historia de ideales: el viejo político que ha perdido la ilusión y que la recupera al lado de una joven universitaria, educada y progresista, que logra recordarle cuáles son los valores morales que hacen a las izquierdas, tantas veces olvidados en el tráfago de la gestión y de la lucha por el protagonismo.

Así, parecería decirnos la narración, si las izquierdas fracasan cuando llegan al poder institucional (porque renuncia a sus ideales o porque son prontamente desbandadas de su cargos), ello obedece ante todo a la escasa lealtad que mantienen para con sus valores morales y marcos interpretativos originarios. Debería bastar, entonces, con recuperarlos, con ser fieles a los mismos, con no dejarlos perderse, para eludir la amenaza...

Pero, por supuesto, las cosas resultan ser menos simples: un(a) líder polític@ se encuentra ubicad@ siempre en varias tramas de poder social. Una, obviamente, la de la institución que regenta: las instituciones políticas están diseñadas para servir a ciertas funciones, con procedimientos que marcan qué se puede y qué no se puede hacer, servidas por emplead@s públicos que tienen sus propias rutinas, ideologías, servidumbres, etc. Otro tanto cabe decir de lo que ocurre, en segundo lugar, en el seno de los partidos políticos: en la actualidad, verdaderas organizaciones de captación y promoción (y de derribo) de líderes, atravesados por las relaciones de poder (entre líderes y militantes, entre corrientes y grupos, y de todos ellos con la sociedad civil). Y, en fin, l@s líderes polític@s interactúan también de forma constante con el resto de las estructuras sociales de poder: con el gran capital, con grupos de presión, con movimientos sociales,...

No es que todo ello no aparezca, de algún modo (muy imperfecto), reflejado en la película. Pero, ciertamente, no constituye su centro. De manera que, en la práctica, los dilemas idealistas de ese viejo político (Fabrice Luchini) y los consejos, asimismo idealistas, de su joven asesora (Anaïs Demoustier), que versan todos ellos sobre valores y creencias, sobre interpretaciones y voluntades, parecerían ser la clave de los dilemas de la política institucional contemporánea (progresista). De manera que el retrato que finalmente acaba por mostrarnos resulta grotescamente deformado: antes una suerte de feel-good movie (aunque sea de temática política) que cualquier forma de reflexión verdaderamente relevante para comprender mejor nuestro tiempo. (Ello por no hablar, además, de su honda banalidad estética.)

Porque, en verdad, la cuestión verdaderamente acuciante no es si muchas veces l@s líderes polític@s que se dicen progresistas traicionan, en su praxis cotidiana, los ideales que dicen defender. Lo más grave es determinar qué es lo que hace que esta conducta sea prácticamente sistemática y, al parecer, imposible de evitar. Para explicar esto, enfrentarse -también en el plano de las representaciones estéticas- con las crudas realidades del poder social parece una tarea obligada, que, sin embargo, la película que comento descaradamente elude.




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