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lunes, 19 de agosto de 2019

Rojo (Benjamín Naishtat, 2018)


Rojo pretende presentarnos una historia en la que el género policial se cruza con los modos del cine político, para retratar un país y un momento histórico (Argentina, 1975) en los que la violencia estaba a flor de piel, las clases acomodadas se hallaban inquietas, atrapadas entre un progresismo vacuo y el miedo al desorden y a perder sus privilegios. La premonición del desastre (el golpe, la represión, la quiebra de una sociedad) parecía -parece, en la película- inminente, ineluctable...

Ocurre, sin embargo, que, planteada en estos términos, Rojo no pasa de ser una película de tesis: no una película que plantee una tesis ideológica (acerca de los orígenes sociales del desastre), sino una que se limita a confirmarla. Pues, de hecho, el/la espectador(a) de Rojo apenas puede, en el transcurso de su visionado, hacer otra cosa que atisbar una trama de intriga; o mejor, varias tramas, levemente relacionadas entre sí. Y es luego, cuando finaliza la película, cuando se detiene a reflexionar sobre lo que ha visto, cuando es capaz de enmarcar las diferentes tramas de violencia, así como el siniestro ambiente social retratado (todo él soterrado, aunque inquietantemente visible, pese a ello, en tantos pequeños detalles), en una descripción, en una interpretación sociopolítica, determinada e ideológicamente muy sesgada.

Así, Rojo será vista con simpatía (política) por quienes se adhieran a una interpretación clasista de la historia argentina de aquellos años, por evocar, y plasmar en una fábula significativa, las claves ideológicas de dicha interpretación. Y, en cambio, tan solo como un apenas inteligible thriller (a causa de una trama tan enigmática y -conforme a las convenciones canónicas acerca de cómo se escribe un guión- inacabada) por el resto de sus espectador@s.

No estoy seguro de que sea esta la forma de cine político que estamos necesitando: un cine para quienes estamos ya convencidos. Personalmente, yo apostaría más bien por un cine político de exploración, que nos incomode -también a los convencidos- porque se adentra en las grietas, quebradas e inseguridades de las construcciones ideológicas con las que tod@s nos aproximamos a las realidades menos próximas, a la busca de atribuirles un sentido que las vuelva comprensibles (y, en el mejor de los casos, también manipulables). En este sentido, una película como Das weiße Band (Michael Haneke, 2009), que cuenta algo tan parecido a lo que cuenta Rojo, se aproxima más -con todas insuficiencias- a este objetivo, que es, me parece, tan plausible para quienes deseamos ver cine políticamente inquieto.




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