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miércoles, 1 de mayo de 2019

Personal shopper (Olivier Assayas, 2016)


Sin duda alguna, Personal shopper resulta ser una historia sobre fantasmas. Más exactamente, se trata de otra penetrante reflexión de Olivier Assayas (recuerdo también su magnífica película anterior, Sils Maria) sobre la naturaleza esencialmente fantasmática de la experiencia contemporánea de habitar el mundo: un universo social constituido a partir de la interacción entre nuestros cuerpos, unas ciudades que son ciertamente materiales, pero que se nos aparecen sobre todo como fuentes de extrañamiento, y tecnologías de la comunicación que nos mantienen en constante dependencia de las extensiones técnicas de nuestros cuerpos y de nuestra mente y en comunicación -problemática- con un ilimitado (e indeterminado) espacio simbólico universal, el de la iconosfera de la hiperconectividad internáutica.

Así, Maureen, el personaje protagonista de la película (Kristen Stewart), constituye el paradigma de un personaje verdaderamente deshabitado: vagando por la ciudad como una auténtica alma en pena, sometida a obligaciones enigmáticas y serviles por su condición de "asistente personal" de una gran estrella. Incapaz de hallar su lugar propio en la interacción social, extraviada. Y anegada por recuerdos y ansiedades (del pasado y hacia el futuro) que la acosan, tan acuciantes aquellas que proceden de riesgos materiales (ese anónimo acosador) como de esos otros que ella imagina (¿el fantasma de su hermano fallecido?). ¿Es que es posible, en realidad, distinguir claramente entre unas y otras?

Se trata ciertamente de un caso, y de un personaje, extremados en grado sumo. Y, sin embargo, la hipérbole le sirve a Assayas, como tantas otras veces,  para llevar a cabo de este modo una aguda observación acerca de rasgos innegablemente reales y pertinentes de nuestra contemporaneidad. En efecto, el estilo subrepticiamente fantástico que el director francés siempre ha imprimido a muchas de sus películas hace posible poner de manifiesto cómo el cúmulo de información y de posibilidades de comunicación que nos rodean pueden volverse en nuestra contra: puesto que tanto nuestra arquitectura cognitiva como el sistema de emociones que regula nuestro comportamiento apenas son capaces de procesar de manera adecuada dicha vorágine, el individuo contemporáneo se encuentra atrapado en un dilema. Pues no puede renunciar a ser efectivamente contemporáneo, pero en realidad necesitaría no serlo tanto; ser más comunitario, más modesto en sus aspiraciones, más afectivo, menos informado, más apegado a las pequeñas cosas, para poder sobrevivir como sujeto.

Que, en el caso extremo de Maureen, este dilema conduzca a la más radical alienación no es más que manera retóricamente eficaz de resaltar cómo no existen soluciones sencillas para el mismo. que tod@s estamos -en una u otra medida- condenad@s a afrontarlo, sin poder permitirnos albergar la esperanza de que vaya a disolverse o que podamos encontrar una salida.




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