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miércoles, 7 de noviembre de 2018

La reforma de la Ley Orgánica 4/2015 de Protección de la Seguridad Ciudadana: comparecencia en el Congreso de los Diputados


(Texto completo de mi comparecencia ante la Comisión de Interior del Congreso de los Diputados, ayer, martes 6 de noviembre. El vídeo completo de la comparecencia puede verse aquí.)

I

Buenas días, señoras y señores diputados. Agradezco a la Comisión (y, en particular, al Grupo Parlamentario Confederal De Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea) esta oportunidad de comparecer ante ustedes.

Mi intención, en esta breve exposición, es poner sobre la mesa aquellas ideas y problemas que, desde mi punto de vista, deben constituir el núcleo central de la regulación de la materia de la seguridad ciudadana en un Estado social y democrático de Derecho y que, por consiguiente, deberían orientar a la hora de reformar la vigente Ley Orgánica 4/2015, de Protección de la Seguridad Ciudadana. Con este fin, dividiré mi intervención en dos partes: en una primera, intentaré reflexionar brevemente sobre el significado de la seguridad ciudadana en un Estado democrático de Derecho; luego, en la segunda, apuntaré cómo tal reflexión debe reflejarse en la crítica del Derecho vigente (esto es, la Ley Orgánica 4/2015); y, consiguientemente, realizaré algunas propuestas concretas sobre cómo reformarlo.
II


Comienzo con la siguientes dos afirmaciones:

1ª) La primera es que, sin duda alguna, un Estado democrático de Derecho puede y debe proteger la seguridad ciudadana, puesto que el derecho a la seguridad es un derecho humano reconocido por el Derecho Internacional.

2ª) Sin embargo (y esta es la segunda afirmación), un Estado democrático de Derecho no puede regular jurídicamente la protección de la seguridad ciudadana de cualquier forma, sino que únicamente puede hacerlo (legítimamente) si orienta y limita dicha regulación en dos sentidos:

2.1. Por una parte, definiendo estrictamente el objetivo de la seguridad ciudadana que pretende proteger, poniéndolo en relación con el pacífico disfrute de sus derechos fundamentales por parte de todas y cada una de las personas que se encuentran en su territorio, sin discriminación entre ellas. Porque, efectivamente, la seguridad ciudadana que merece protección en un Estado democrático de Derecho es siempre y sólo la seguridad en el ejercicio efectivo y sin discriminación de los derechos humanos por parte de todas las personas.

Para ello, puede ser necesario ciertamente, a veces, proteger también a las instituciones. Pero la protección de estas es siempre solamente un medio, nunca un fin en sí mismo. De manera que cuando la protección de instituciones (de las fuerzas y cuerpos de seguridad, por ejemplo) va más allá de lo estrictamente necesario para proteger los derechos de la ciudadanía, se está produciendo un exceso.

2.2. Por otra parte, además, un Estado democrático de Derecho tiene que admitir que, incluso cuando se trate de proteger los derechos fundamentales de la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas, no cualquier forma de regulación vale. Por el contrario, un Derecho de la seguridad ciudadana democrático es uno que se tome verdaderamente en serio los valores de la libertad de expresión (que incluye la libertad de todos para protestar y disentir) y del pluralismo (que incluye la tolerancia hacia conductas que disgustan, incluso a amplios sectores de la población). Y que se tome asimismo muy en serio la necesidad imperiosa de limitar cualquier arbitrariedad en la actuación de los poderes públicos, limitando sus poderes discrecionales y moderando las reacciones represivas y sancionadoras al mínimo imprescindible.

En efecto, no es posible olvidar que, como muy bien ha señalado el Grupo de Estudios de Política Criminal (un prestigios colectivo de penalistas, jueces, magistrados y fiscales, al que me honro en pertenecer), en su propuesta de regulación del espacio y del orden público, existe un estrecho vínculo entre seguridad ciudadana y derechos fundamentales: de una parte, la protección de la seguridad ciudadana debe tener por objetivo asegurar el ejercicio de los derechos; pero, de otra, si, aunque sea con este fin loable, se otorgan demasiadas facultades represivas y sancionadoras a las autoridades públicas, el ejercicio efectivo de los derechos corre serio riesgo, puesto que la amenaza de actuación policial y/o de sanción puede desalentar no sólo a quienes actúan de manera abusiva, sino incluso a quienes se habrían limitado a ejercer legítimamente su derecho.

Pues el “efecto desaliento”, producido sobre el ejercicio de los derechos fundamentales (y del que vienen hablando con profusión tanto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como nuestro Tribunal Constitucional), puede tener lugar no sólo a causa de regulaciones legales abiertamente represivas: es suficiente con que la regulación de lo que está permitido y prohibido resulte incierta y con que, además, la sanción con la que se conmina sea muy elevada, para que esta combinación entre el riesgo de ser sancionado gravemente y la completa discrecionalidad de quienes aplican la norma lleve a muchas personas y grupos a no atreverse a ejercer sus derechos a expresarse, a protestar y a disentir. Miedo que, inevitablemente, ha de producir un efecto muy pernicioso sobre la calidad del debate público y de la esfera pública democrática.

III

Si ahora intentamos traducir los principios generales que acabo de enunciar en propuestas concretas, yo diría que hay tres grandes orientaciones que deberían guiar cualquier reforma de la legislación sobre seguridad ciudadana, para ajustarla adecuadamente a los objetivos que es legítimo que persiga:

1ª) Limitar las facultades de actuación policial en materia de protección de la seguridad ciudadana (no me refiero, pues, a la investigación de delitos ya cometidos, sino a su prevención, y al control del orden público) a las estrictamente imprescindibles. Asegurando, en todo caso, que tales facultades no se inmiscuyen de manera desproporcionada en derechos fundamentales. Y garantizando, además, que los procedimientos de adopción de decisiones de los mandos y agentes las fuerzas y cuerpos de seguridad en este ámbito obedecen a criterios ciertos y transparentes y que existen mecanismos efectivos de rendición de cuentas, para evitar casos de abuso o de arbitrariedad.

2ª) Asegurarse de que no exista ninguna infracción (administrativa o penal) en materia de seguridad ciudadana que carezca de contenido sustancial de lesividad en contra de lo que puede ser objeto legítimo de protección (recuérdese: el pacífico ejercicio de los derechos). Un Derecho de la seguridad ciudadana que se pretenda democrático no puede convertir en un fin en sí mismo intereses tales como la protección del “principio de autoridad”, el prestigio de las instituciones (de la policía, por ejemplo) o cualquier otro concepto jurídico indeterminado de entidad semejante: no puede pretender proteger tales intereses (que, sin duda, pueden tener un valor propio) a través de sanciones (de limitación de derechos fundamentales, en suma).

3ª) Garantizar que todas las infracciones que sí que resulten legítimamente justificables desde un punto de vista material (porque efectivamente protegen la seguridad de la ciudadanía en el ejercicio efectivo de sus derechos), cumplan, además, con las requisitos formales (¡y constitucionales!) imprescindibles: a) una redacción clara, precisa y taxativa, que deje claro qué es lo que está prohibido (y qué no lo está); b) una sanción cierta y que sea proporcionada a la gravedad del hecho (es decir, una sanción que se gradúe sin tomar en consideración nada más que la afectación de la acción infractora a la seguridad de otras personas); y c) un procedimiento de determinación de la infracción y de la sanción que sea adecuadamente garantista.

IV

Aplicando las orientaciones que acabo de exponer al caso concreto de la Ley Orgánica 4/2015, creo que son muchas los contenidos de la Ley que pueden y deben ser mejorados, en el proceso de reforma que ahora se encuentra bajo su consideración, para adecuarlos mejor a los principios propios de un Estado democrático de Derecho.

En efecto, tal y como han puesto de manifiesto las evaluaciones independientes tanto del contenido como de la trayectoria de aplicación de la Ley desde su entrada en vigor hasta el día de hoy (me baso especialmente, por su independencia y rigor, en los informes de Amnistía Internacional), lo cierto es que el efecto de la Ley Orgánica 4/2015 sobre el ejercicio efectivo de los derechos fundamentales por parte de la ciudadanía no parece que haya sido muy positivo, sino todo lo contrario.

El incómodo panorama que estos datos (bastante contundentes) evocan no es casual: esto es, no obedece –o no sólo- a algún abuso esporádico, debido a decisiones aisladas de algunos agentes o mandos policiales. Lo masivo de las cifras que se manejan no permite que nos conformemos con esa explicación tranquilizadora. Antes al contrario, en mi opinión, ya la propia estructura jurídica de la Ley Orgánica 4/2018 y su orientación político-criminal debían hacernos esperar (y fueron muchos quienes, en su momento, así lo denunciamos) que este efecto desaliento sobre el ejercicio de los derechos fundamentales iba a producirse. Fuese o no intencionado, lo cierto es que únicamente si se procede a una reforma en profundidad del texto legal hoy vigente, sobre la base de las orientaciones antes citadas, el efecto se reducirá o desparecerá. En otro caso, si la Ley no se reforma de manera significativa, si se mantienen sus defectos de orientación y de técnica jurídica, no cabe esperar ninguna mejora significativa, ni siquiera aunque desde el Ministerio del Interior se esfuercen (mediante instrucciones para una “aplicación moderada”) en lograrlo. Pues, si el efecto desaliento es fruto de defectos de orientación de técnica jurídica presentes en la Ley, ni la mejor de las voluntades podrá evitar que el efecto se produzca mientras la Ley no cambie sustancialmente (ya que la inseguridad que da lugar al desaliento persistirá).

V

Acabo, en la última parte de mi intervención, señalando algunas de las concretas consecuencias que se derivan de los anteriores principios y que hacen recomendable una reforma sustancial de la Ley Orgánica 4/2015. Comenzaré por el Capítulo III de la Ley (“Actuaciones para el mantenimiento y restablecimiento de la seguridad ciudadana”), que es el que contiene la regulación de las facultades de actuación policial.

En este ámbito, lo más llamativo y preocupante del tenor literal del texto legal es la extremada vaguedad con la que están descritos los supuestos de hecho que justifican actuaciones policiales restrictivas de derechos. Así, el capítulo se inicia, en el art. 14, con una declaración completamente general (“las autoridades competentes, de conformidad con las Leyes y reglamentos, podrán dictar las órdenes y prohibiciones y disponer las actuaciones policiales estrictamente necesarias para asegurar la consecución de los fines previstos en esta Ley, mediante resolución debidamente motivada”), que, sin ulterior cualificación, deja completamente en manos de la autoridad gubernativa y de los mandos policiales la decisión absolutamente discrecional sobre formas de afectación a derechos fundamentales.

Esta casi completa falta de regulación de las facultades policiales de restricción de derechos en el ámbito del espacio público se va desarrollando, de manera similar, al regular materias tan sensibles (desde el punto de vista de la libertad personal) como los controles de identificación (art. 16), los cierres perimetrales y restricciones a la libre circulación (art. 17) o los cacheos y registros (arts. 18-20). Y se mantiene asimismo en relación con las actuaciones policiales en relación con reuniones y manifestaciones en el espacio público (art. 23).

En todos los casos, la técnica utilizada (y, por consiguiente, las preocupaciones que ha de suscitar) son similares: se establece en la Ley una autorización expresa a los agentes policiales para llevar a cabo actividades restrictivas del ejercicio de derechos fundamentales en el espacio público (de la libertad de circulación, en controles y cierres perimetrales, de la intimidad, en cacheos, o del derecho de reunión, en el caso de manifestaciones) que no se especifican suficientemente, ni en su duración ni en su alcance concreto. Y, además, dichas facultades de restricción de derechos fundamentales son condicionadas a la concurrencia de una “necesidad” no definida en ninguna parte; necesidad cuya concurrencia, por consiguiente, queda a la libérrima valoración de los mandos o agentes policiales. Sin otra garantía, en realidad (más allá de la prudencia con la que las fuerzas de seguridad puedan aplicar esta facultad tan amplia de decisión) que la posibilidad –siempre a posteriori- de recurrir la medida adoptada ante la propia Administración o ante la jurisdicción contenciosa, mecanismos ambos notoriamente insuficientes para asegurar la prevalencia de los derechos.

De este modo, lo que se está produciendo en realidad es una auténtica deslegalización de los límites de los derechos fundamentales en el caso de su ejercicio en el espacio público, así como de las facultades policiales al respecto: ni unos ni otras aparecen reguladas en detalle en ningún texto legal, ni reglamentario, sino que hay que apoyarse en la propia práctica policial, corregida –siempre a posteriori- por la jurisprudencia contencioso-administrativa y penal. Se comprenderá que, desde el punto de vista de la seguridad jurídica (y, en suma, de la evitación del efecto desaliento sobre el ejercicio de derechos fundamentales), esta situación dista de ser óptima.

Por ello, una reforma garantista del Capítulo III de la Ley Orgánica 4/2015 resultaría deseable:

a) Una reforma que reduzca radicalmente el número de cláusulas abiertas que facultan la actuación policial.

b) Que, además, en todos los casos, incorpore condiciones lo más concretas posibles a la hora legitimar el ejercicio de tales facultades. Condiciones que deberían estar estrechamente vinculadas a la concurrencia de riesgo: pero no –como ahora ocurre- de un indeterminado “riesgo para la seguridad ciudadana” (que es apreciado con total libertad por la autoridad gubernativa), sino de un riesgo concreto y previsible de comisión de delitos graves, o de un riesgo concreto contra las personas.

c) Que someta dicho ejercicio a plazos, procedimientos y límites.

d) Y, en fin, que establezca procedimientos mucho más garantistas de recurso para los ciudadanos; y algún procedimiento de rendición de cuentas para quienes en el seno de la Administración (autoridad gubernativa o mandos policiales) tomen las decisiones que restringen temporalmente derechos (puesto que ahora no hay otro mecanismo que la eventual responsabilidad disciplinaria o penal en la que se pudiera llegar a incurrir).

Se trata, en definitiva, de incorporar al Derecho de la seguridad ciudadana las garantías, tanto de carácter procedimental como de naturaleza sustantiva, que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo han ido introduciendo, a lo largo de las últimas décadas, en otros sectores del Derecho Administrativo en los que la Administración Pública, a través de sus agentes, se inmiscuye en los derechos de los ciudadanos: hoy nadie aceptaría, por ejemplo, una expropiación que se basase en causas indeterminadas, interpretadas con total libertad por la Administración y sin que medie un procedimiento riguroso de examen de aquellas circunstancias y justificaciones, con la posibilidad del administrado de defender sus propios intereses frente a los intereses generales que la Administración pretende representar. Un nivel de garantismo que, curiosamente, en el ámbito de la seguridad ciudadana (donde lo que está en juego, muchas veces, es algo aún más precioso que el patrimonio) sigue estando aún pendiente alcanzar.

VI

Para terminar, quiero referirme, con el mismo espíritu crítico y constructivo, a la parte de la Ley Orgánica 4/2015 que se integra en el ámbito del Derecho Administrativo sancionador (su Capítulo V). Pues, si importante es que las facultades de actuación policial que afectan a derechos estén bien reguladas y limitadas, tanto más lo es que la normativa administrativa sancionadora en materia de seguridad ciudadana y orden público esté técnicamente bien configurada y posea un contenido constitucionalmente adecuado. Pues, de hecho, probablemente el efecto desaliento que puede producirse sobre el ejercicio de derechos fundamentales es tanto mayor a través de sanciones que a través de actuaciones policiales desproporcionadas: al fin y al cabo, el efecto (intimidatorio) de las sanciones permanece en el tiempo, tal es su finalidad, por lo que unas sanciones mal determinadas (en cuanto al supuesto que las justifica o por lo que hace a su contenido aflictivo) pueden asustar tanto más al ciudadano que pretende ejercer derechos y no sabe a ciencia cierta si ello le conlleva algún riesgo de sanción.

Cuatro son, me parece, los defectos fundamentales de que adolece el Capítulo V de la Ley Orgánica 4/2015. Los señalo brevemente a continuación:

1º) Imprecisión, falta de taxatividad: Con buen motivo, una de las garantías que se consideran esenciales en el Derecho sancionador –tanto en el penal como en el administrativo- de un Estado de Derecho es la claridad a la hora de determinar qué conductas están prohibidas (y pueden ser sancionadas) y cuáles, por el contrario, no. Y, sin embargo, el Capítulo V de la Ley Orgánica 4/2015 esté repleto de descripciones típicas de infracciones que difícilmente pueden considerarse precisas, puesto que hasta el jurista más avezado tendría que hacer grandes esfuerzos interpretativos para marcar el límite entre la conducta infractora y la que aún no lo es.

Señalaré algunos ejemplos: los arts. 36.1 y 36.2 utilizar un término tan vago y sujeto a diversas interpretaciones como es el de (“perturbación (perturbación grave) de la seguridad ciudadana”); el art. 36.9 emplea, sin ulterior precisión, expresiones como “instalaciones en las que se prestan servicios básicos para la comunidad” y “interferencia grave en su funcionamiento”; y el art. 37.17 se refiere a una conducta que “perturbe gravemente la tranquilidad ciudadana”. Expresiones todas ellas cuya interpretación es muy abierta, con la indeseable consecuencia de que quede en manos de la autoridad gubernativa (¡de cada autoridad gubernativa!) la interpretación efectiva de dichas cláusulas, con la inseguridad jurídica a que ello da lugar.

Sería, pues, imprescindible un primer esfuerzo para prescindir de cláusulas valorativas abiertas en la redacción de las infracciones, precisando las conductas infractoras de manera más clara, aludiendo a las acciones concretas que se pretende prohibir. Es cierto que el casuismo tiene también sus riesgos. Pero entre la opción del casuismo y la de unas cláusulas completamente abiertas (a interpretar por la Administración), a ningún jurista garantista le puede caber duda de qué resultar preferible.

VII

2º) Falta de lesividad suficiente: En mi opinión, un problema aún más grave del Derecho Administrativo sancionador configurado por la Ley Orgánica 4/2015 es de naturaleza sustantiva: tiene que ver con la falta de reflexión crítica acerca de para qué debe (y para qué no debe) servir un Derecho de la seguridad ciudadana. En efecto, como más arriba señalé, aunque el papel lo soporte todo, el ordenamiento jurídico de un Estado democrático de Derecho debería ser extremadamente cauteloso a la hora de prohibir: debería prohibirse poco y sólo en la medida en que se juzgue que es estrictamente imprescindible.

Me parece evidente que esta máxima no ha sido seguida en la redacción de la Ley Orgánica 4/2015. En particular, resulta difícil, en el amplio catálogo de infracciones de la Ley, encontrar un hilo conductor razonable: uno que distinga, como se debería, entre conductas meramente molestas y conductas auténticamente peligrosas (para derechos individuales o para bienes colectivos), que son las únicas que deberían estar sancionadas. Y, de este modo, la Ley acaba por convertir en infracciones (a veces, además, vagamente descritas) numerosísimas conductas cuyo grado de lesividad para la seguridad ciudadana (comprendida en los términos, democráticos, más arriba expuestos) resulta cuando menos dudosa.

Aunque son muchas las infracciones tipificadas a las que podría hacer referencia (si luego lo desean, puedo extenderme sobre varias de ellas), me limitaré a señalar aquí los casos más cuestionables de infracciones dudosamente lesivas (y, por consiguiente, dudosamente justificables):

2.1. Existe, en primer lugar, un grupo de infracciones que convierten en infracción administrativa conductas que, coincidiendo sustancialmente con otras tipificadas en el Código Penal, son sancionadas por vía administrativa cuando no revistan características de delito: me estoy refiriendo a desórdenes públicos (art. 36.3), resistencia y desobediencia (arts. 36.4 y 36.6), perturbación de manifestaciones (art. 36.8) y conductas relativas al uso y consumo de drogas (arts. 36.16-36.19), amenazas (art. 37.2), actos contra la libertad o indemnidad sexual (art. 37.5), daños (arts. 37.13-37.14).

En todos estos supuestos, para empezar, cabe dudar de si se trata de conductas que merezcan alguna sanción, puesto que ya la jurisprudencia penal, en relación con cada una de las modalidades delictivas correspondientes, ha ido acotando qué es lesivo y qué no lo es (qué es desobediencia, qué es desorden público, etc.), de manera que es dudoso que exista un espacio por debajo del ámbito penal que merezca sanción. Pero, más aún, aunque se llegase a la conclusión de que tal espacio intermedio existe (algo que es, cuando menos, discutible), el mismo debería acotarse con precisión. Pues, con descripciones típicas tan imprecisas, y en ausencia de una jurisprudencia que haga tal labor de delimitación, existe serio riesgo de que, a través del Derecho Administrativo sancionador, de la Ley Orgánica 4/2015, la autoridad gubernativa acabe convirtiendo en infracciones administrativas conductas completamente carentes de lesividad, o con una lesividad mínima: cualquier acto de desobediencia o resistencia, por mínima que esta sea, no debería, por ejemplo, ser objeto de sanción, sino que habría que asegurar siempre la vigencia del principio de proporcionalidad (necesidad, subsidiariedad y proporción). Otro tanto podría decirse en relación con las conductas referidas al uso de drogas…) Algo que, en mi opinión, la decisión legislativa de convertir la infracción administrativa en una cláusula de recogida (de lo que “se le escapa” al Derecho Penal) no garantiza.

2.2. En segundo lugar, existen una serie de infracciones en la Ley Orgánica 4/2015 que conllevan un grave riesgo de interferir en el ejercicio de derechos fundamentales y contribuir de manera decisiva al efecto desaliento. En efecto, la combinación de unas descripciones típicas imprecisas, que remiten a conceptos jurídicos indeterminados (“seguridad ciudadana”, “falta de respeto”, “perturbación grave”, etc.), con un procedimiento sancionador (como es el del Derecho Administrativo español de la seguridad ciudadana) muy mejorable desde el punto de vista de las garantías, es fácil que acabe en una represión generalizada de conductas que se hallan en los márgenes del ejercicio de derechos como la libertad de reunión y manifestación o el derecho a la libertad de expresión. Esto no es pura especulación teórica: las cifras que más arriba se han mencionado acreditan que el riesgo mencionado es real.

Menciono únicamente los casos más claros de infracciones que entran directamente en conflicto con el espacio propio de derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos:

a) Art. 36.23 (“uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales de autoridades o miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que pueda poner en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes, de las instalaciones protegidas o en riesgo el éxito de una operación”): En la medida en que no se incurra en delito o en violación del derecho al honor y a la propia imagen (tal y como vienen reconocidos por la jurisdicción civil), la prohibición viola el derecho fundamental a la información, puede entrar abiertamente en conflicto con el derecho a la libertad de información y de expresión;

b) Art. 37.1 (“celebración de reuniones en lugares de tránsito público o de manifestaciones, incumpliendo lo preceptuado en los artículos 4.2, 8, 9, 10 y 11 de la Ley Orgánica 9/1983”): En esta infracción se equiparan conductas de muy diferente naturaleza. Como mínimo, sería preciso distinguir entre la conducta de no comunicar una concentración o manifestación en el espacio público (según dispone el art. 4 de la Ley Orgánica 9/1983) y la conducta –muy diferente- de desobediencia a la prohibición por parte de la autoridad gubernativa de una manifestación/ concentración comunicada. Parece claro que esta segunda conducta puede justificar una sanción más grave (si la prohibición está suficientemente motivada), que la primera, en la medida en que en esta no tiene por qué haber necesariamente riesgo alguno para los derechos de las personas ni para la seguridad colectiva.

c) Art. 37.3 (“incumplimiento de las restricciones de circulación peatonal o itinerario con ocasión de un acto público, reunión o manifestación”): Para evitar el “efecto desaliento”, debería restringirse la infracción, exigiendo que se produzcan alteraciones de consideración (por intensidad o duración) en la circulación o el uso del espacio público, no meras molestias o cortes momentáneos del tráfico.

d) Art. 37.4 (“faltas de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones de protección de la seguridad”): No se comprende cuál es el espacio justificado que puede tener esta infracción, puesto que, si no hay delito (atentado, desobediencia,…) contra la autoridad, ¿dónde estribaría la lesividad?

e) Art. 37.7 (“La ocupación de cualquier inmueble, vivienda o edificio ajenos, o la permanencia en ellos, en ambos casos contra la voluntad de su propietario, arrendatario o titular de otro derecho sobre el mismo, cuando no sean constitutivas de infracción penal. Asimismo la ocupación de la vía pública con infracción de lo dispuesto por la Ley o contra la decisión adoptada en aplicación de aquella por la autoridad competente”): Se incluyen aquí dos conductas muy diferentes: una referida a espacios privados y otra relativa a espacios públicos. Parece claro que, para empezar, habría que diferenciar ambos supuestos, por su distinta significación.

En el caso de la entrada en inmuebles privados, parece fundamental distinguir entre espacios abiertos al público y espacios que no lo están. En el primer caso, únicamente cuando los hechos alcancen la gravedad propia de una infracción penal (desórdenes públicos, usurpación, allanamiento de morada, etc.) tiene sentido la sanción. En cambio, en el caso de espacios privados no abiertos al público, podría tener sentido mantener la infracción leve para conductas que no alcancen la gravedad de delito: entradas temporales sin autorización y sin cometer otros delitos.

f) Art. 37.15 (“remoción de vallas, encintados u otros elementos fijos o móviles colocados por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad para delimitar perímetros de seguridad”): Por sí misma, la remoción de vallas tiene una lesividad ínfima, casi inexistente. Sería preciso, por ello, modificar la infracción, para exigir la puesta en peligro (de vida, integridad, derechos fundamentales, seguridad pública) con condición para la existencia de infracción.

2.3. En tercer lugar, existe una infracción, la contenida en el art. 36.11 (“la solicitud o aceptación por el demandante de servicios sexuales retribuidos en zonas de tránsito público en las proximidades de lugares destinados a su uso por menores, como centros educativos, parques infantiles o espacios de ocio accesibles a menores de edad, o cuando estas conductas, por el lugar en que se realicen, puedan generar un riesgo para la seguridad vial. Los agentes de la autoridad requerirán a las personas que ofrezcan estos servicios para que se abstengan de hacerlo en dichos lugares, informándoles de que la inobservancia de dicho requerimiento podría constituir una infracción del párrafo 6 de este artículo”) que resulta especialmente preocupante por su impacto sobre los derechos de las mujeres y la lucha contra la trata. En efecto, por esta vía, el Derecho Administrativo español toma posición (y una posición errónea, a mi entender) en el debate sobre cuál debe ser el tratamiento jurídico del trabajo sexual. Se trata, como saben perfectamente, de un debate complejo, puesto que afecta a muchos intereses, derechos y valores. Pero creo que todas las partes del debate pueden estar de acuerdo en que la solución (parcial) adoptada por la Ley Orgánica 4/2015 es la peor de todas: sancionar a los trabajadores y trabajadoras sexuales por actuar en el espacio público. Y hacerlo de tal forma que se prescinde por completo de cualquier consideración atinente al bienestar y a los derechos de esas personas: ni se prevé ningún tipo de investigación sobre si son víctimas de trata, ni se toma en consideración su situación de vulnerabilidad. De hecho, toda la evidencia empírica muestra que esta forma de control administrativo represivo del trabajo sexual en el espacio público no hace sino incrementar la vulnerabilidad de los trabajadores y trabajadoras sexuales (que se sienten hostigados por la actuación policial, que se van trasladando a lugares cada vez más solitarios, aislados y peligrosos,…), sin que se obtenga ningún beneficio para sus derechos. Se basa en un enfoque exclusivamente preventivista del control del espacio público, que no debería tener cabida en el ordenamiento de un Estado democrático de Derecho.

VIII

3ª) Falta de proporcionalidad de las sanciones: Son muchos, y graves, los defectos del régimen sancionador de la Ley Orgánica 4/2015, pero me limitaré a señalar los dos más importantes:

— Actualmente, las cuantías máximas que se pueden llegar a imponer por infracciones graves y muy graves puede superar con mucho las cuantías de las penas de multa del Código Penal. Parece razonable, entonces, reducir las cuantías máximas a cantidades más razonables. Consiguientemente, la cuantía de los grados mínimo, medio y máximo de las sanciones graves y muy graves (art. 39.1) debería ser modificada en consonancia.

— Asimismo, parecería razonable (si no cambia por completo el sistema de sanciones de la ley) hacer una asignación más precisa de sanciones a cada infracción. En particular, en el caso de las infracciones graves: asignando a cada infracción una cuantía mínima y máxima de sanción. Para ello, se puede emplear la división de la sanción de multa en tres grados, asignando específicamente un grado a cada sanción. Actualmente, el art. 41 de la Ley dispone que esto podrá ser objeto de desarrollo reglamentario, lo que contraviene las exigencias derivadas del principio de legalidad: Las infracciones y sanciones deben estar siempre suficientemente especificadas en la Ley, sin que normas reglamentarias puedan alterar significativamente su contenido (sino, a lo sumo, detallar el procedimiento de imposición y el régimen de ejecución).

IX

4ª) Ausencia de un procedimiento garantista de determinación de la infracción y de la sanción: Es cierto que este no es un problema específico de la Ley Orgánica 4/2015. Pero también lo es que esta deficiencia tradicional del Derecho Administrativo español de la seguridad ciudadana, combinado con el resto de características que he ido exponiendo, producen un efecto de inseguridad jurídica (con el consiguiente desaliento al ejercicio de derechos fundamentales en el espacio público) que resulta muy preocupante.

Aunque, desde luego, si es de su interés, puede comentarles algunos defectos concretos de la Ley Orgánica 4/2015 en este ámbito, creo más importante señalar cuál es el problema de fondo: a diferencia de lo que ocurre en otros ordenamientos jurídicos próximos (pienso, por ejemplo, con lo que ocurre en el Derecho alemán), en el ordenamiento español no se prevé un auténtico procedimiento administrativo sancionador con unas garantías ni remotamente similares a las que están establecidas para el proceso penal. Por el contrario, en el Derecho español el procedimiento sancionador es extremadamente opaco, muy poco accesible para el ciudadano acusado, que apenas dispone en él de medios de defensa.

Esto, que es un problema general de nuestro Derecho Administrativo sancionador, resulta particularmente preocupante en aquellos supuestos en los que –como ocurre en el que hoy nos ocupa- el funcionario es al tiempo juez y parte: un agente tiene, por ejemplo, un enfrentamiento en la calle con un manifestante; y, luego, es él mismo quien testimonia sobre el comportamiento del manifestante (y con presunción de veracidad, además: art. 52), a la hora de determinar si ha cometido una infracción y la sanción que merece. Esta situación de ausencia casi total de procedimiento y de garantías para el justiciable resulta, desde el punto de vista de la protección de los derechos fundamentales (y, muy señaladamente, del derecho a la tutela judicial efectiva de los derechos), muy insatisfactoria, y debería modificarse con urgencia: creando órganos (aunque sea órganos administrativos) independientes de quien incoa la denuncia, que se sometan a reglas procesales básicas (que incluyan el derecho de defensa, la igualdad de partes, la contradicción, la valoración de la prueba y motivación de las resoluciones, etc.).

Asimismo, en este mismo terreno de los procedimientos, sería recomendable que España se uniese a los estados que han creado además organismos independientes de recepción de denuncias de mal comportamiento policial. La experiencia del Derecho comparado indica que es ésta una medida extraordinariamente eficaz para acabar con cualquier forma de abuso por parte de los funcionarios policiales, pero también para dotarles de seguridad en el desempeño de su labor. Mejorando, allí donde se ha establecido, de manera muy significativa la relación entre fuerzas de seguridad y todos los sectores de la ciudadanía (incluso los más reticentes).

X

Acabo ya. Como habrán observado, no me he referido en ningún momento a la cuestión (sin embargo, tan polémica) de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de los preceptos de la Ley Orgánica 4/2015. Y no lo hecho intencionadamente. Primero, porque, aunque creo que algunos de los defectos que he mencionado (especialmente, de indeterminación de las infracciones y de desproporción de las sanciones) pueden efectivamente acarrear un vicio insalvable de inconstitucionalidad para determinados preceptos, sin embargo, no era este el lugar para llevar a cabo una discusión técnico-jurídica sobre los argumentos que avalan esta opinión. Pero, sobre todo, porque pienso que, en las Cortes Generales, no se trata –o no sólo- de hacer una Ley de Seguridad Ciudadana que sea compatible con la Constitución: que, “por los pelos” (por decirlo así), pueda ser constitucionalmente interpretada. Se trata, antes al contrario, de hacer la mejor Ley de Seguridad Ciudadana posible. Y, para hacerla, no basta con apelar a la Constitución (aunque ello resulte ciertamente imprescindible), sino que hay que hacerlo, ante todo y sobre todo, a los valores y principios que anidan en su seno, y que permiten –si son respetados- identificar a España como un Estado democrático de Derecho. Hacer referencia a dichos principios y valores, y al impacto que los mismos deben tener en el Derecho de la seguridad ciudadana, es lo que he pretendido hacer a lo largo de mi exposición.


Espero que les haya sido de utilidad. En todo caso, me someto gustosamente a cuantas preguntas y cuestiones deseen formularme.

Muchas gracias.


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