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martes, 30 de octubre de 2018

Petra (Jaime Rosales, 2018)


Ya en mi comentario a la anterior película de Jaime Rosales, Hermosa juventud (2014) señalé que, en mi opinión, en el cine del director se estaba produciendo una progresiva separación entre fondo y forma, que hacía que sus películas fuesen resultando más y más insatisfactorias. Si esto era así entonces, habría que enfatizar aún más este distanciamiento entre ambos vectores de la creación estética en su nueva película, Petra.

En efecto, la historia que Petra narra se acoge de manera harto explícita a las convenciones del melodrama: una historia de descubrimiento, auto-conocimiento y de reconocimiento, de dolor interior y de expresión externa del mismo, de atormentadas relaciones afectivas y familiares,... Nada que, en realidad, no se haya explorado y explotado ya una y mil veces en toda la tradición literaria, teatral, musical y cinematográfica occidental desde, al menos, el Renacimiento, si no antes.

Lo peculiar, entonces, de la película es la insistencia del director en articular la narración de esta historia melodramática a través de sus características formas audiovisuales. En este caso, la figura estilística predominante resulta ser el plano-secuencia caracterizado por un constante movimiento de cámara, explorando el espacio en el que la acción tiene lugar o la ha tenido. Abandonando, en dicho movimiento, frecuentemente de manera provisional a los personajes protagonistas (dejándoles en off sonoro), para luego recuperarles, en instantes decisivos.

Me pregunto, sin embargo, si estas formas audiovisuales aportan algo a la narración. Si la exploración de los espacios en los que acción transcurre presta alguna significación o connotación especiales a los acontecimientos de la trama melodramática narrada. Si obtenemos, en tanto que espectador@s, algún modo de conocimiento, de revelación, gracias a la idiosincrásica puesta en forma cinematográfica seleccionada.

Y, cuando me hago todas estas preguntas, me resulta ciertamente difícil darles una respuesta positiva. No tener, en cambio, la impresión de que estoy contemplando un melodrama clásico modernizado: artificiosamente modernizado, sin ulterior justificación estética (más allá de las querencias estilísticas particulares del director) para ello.




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