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martes, 18 de septiembre de 2018

Taboo (Chips Hardy/ Tom Hardy/ Steven Knight, 2017)


Taboo resulta ser un buen ejemplo de la manera en la que hoy se construyen los productos audiovisuales comerciales: segmentando la audiencia, de manera que, una vez identificado el sector del público que se pretende que reciba la creación en cuestión, y sus características socioculturales, ésta se compone a mediante la incorporación (sin demasiado criterio estético) de todos aquellos elementos que se supone que pueden impresionar más a la audiencia, llevándola a seguir fielmente la continuidad de la producción (de la serie, de las secuelas de la película,...) y a divulgar sus virtudes en su entorno y en sus redes de contacto social. De esta manera, el resultado acaba por ser siempre un patchwork (en mucha mayor medida de lo que resulta siempre inevitable en cualquier producción cultural) de elementos muchas veces apenas compatibles; y, en todo caso, carente casi siempre de cualquier objetivo estético reconocible, más allá del efecto comercial buscado.

En este sentido, Taboo, en efecto, reúne una trama de intriga, unos personajes pretendidamente "torturados" (y debido a ello, se supone, interesantes), unas gotas de acontecimientos sobrenaturales (inexplicados y, en realidad, irrelevantes, solamente presentes para "dar ambiente" a la narración), un regodeo en las escenas violentas y en un diseño de producción que alardea de suciedad, crueldad, etc, en una suerte de retórica de lo desagradable, de lo corrupto. Todo ello, para narrar una historia apenas interesante, de cómo un outsider derrota a todos los poderes sociales del Londres de comienzos del siglo XIX y agrupa en torno a sí a una representación vivaz de l@s desclasad@s y perdedor@s de aquella sociedad.

Una moraleja "progresista" y tonificante (para el público "ilustrado" al que la serie va dirigida), sobre la base de una construcción narrativa efectista y tramposa, con escasos vínculos con lo histórico o lo real (en cualquiera de sus sentidos relevantes). Entretenimiento banal, en suma, que se disfraza de trascendencia para adquirir aquella respetabilidad cultural que su público demanda para justificar el consumo. Naderías, pues, para pretenciosos, deseosos de aparentar lo cultivad@s que son (que somos), sin el requerimiento del esfuerzo que cualquier experiencia estética auténtica y fructífera demanda, inevitablemente.




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