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viernes, 21 de septiembre de 2018

Red riding (2009)


Ver los tres largos capítulos de los que se compone la mini-serie Red riding significa adentrarse en una narración criminal profunda y conscientemente oscura, tanto por lo que se refiere a la trama de la historia narrada y a la caracterización de sus personajes protagonistas, como igualmente por lo que hace a los recursos audiovisuales empleados para narrarla.

Lo que narra Red riding es una auténtica historia de terror: de ese terror que no opera con el miedo a lo desconocido o a lo sobrenatural, sino, antes al contrario, con el miedo -mucho más fundado- a los poderes que rodean, atenazan, atemorizan y dominan al ser humano común (al/la proletari@, en suma). Inserta en una trama criminal, pero capaz de provocar el miedo, por su realismo y por su crueldad.

Y es que, en suma, la historia que la serie quiere narrar no es otra sino la de una comunidad (proletaria) radicalmente sometida a los poderes sociales: al de empresarios especuladores, al de una iglesia depredadora (no sólo en el plano sexual, sino también en el ideológico) y al de una policía entregada a la corrupción y al servicio al poder. Ante todos esos intereses, la labor de investigación criminal cede, en la mentalidad policial, ante la prioridad del servicio a los poderosos. Y, para ello, para asegurar ese dominio sobre el pueblo de los poderosos y de sus esbirros, vale todo. Y, especialmente, vale el uso, abuso y manipulación del sistema penal: la tortura, los falsos testimonios, el hostigamiento policial, las ejecuciones extrajudiciales, el encausamiento de inocentes,...

Red riding es, en este sentido, una narración muy interesante para aproximarse al problema de la desvinculación entre las agencias encargadas de hacer cumplir la ley y las comunidades a las que en teoría dicen servir. O, expresado en otros términos, al problema del riesgo -siempre existente, a veces de manera aguda- de la captura de las agencias gubernamentales por parte de aquellos poderes sociales que tienen más acceso a ellas. De manera que, en tales condiciones, el sistema penal se convierte en instrumento de cobertura del delito (del poderoso) y en un arma mortal en contra de cuantas pobres gentes se atraviesen en su camino.

Desde luego, no hace falta irse a los mundos de ficción para encontrar historias de abuso policial, de manipulación del sistema penal, de impunidad de los poderes sociales, de operadores del sistema penal vendidos -de uno u otro modo- a quienes más poder tienen: tenemos casos palpables mucho más cerca. Razón por la que resulta tan importante reivindicar siempre una sana desconfianza hacia todos aquellos (policías, fiscal@s, juez@s,...) que ostentan poder dentro del sistema, ante el riesgo siempre presente de que abusen de él, o de que -peor aún- lo pongan al servicio de quien no deben. Y por la que, asimismo, es preciso defender con fuerza el imperio de la ley y las vigencia irrestricta de las garantías, así como la participación popular y la transparencia de la justicia penal. Únicas armas que permiten reducir (¡nunca eliminar!) los riesgos que acabo de señalar.

Algo que tant@s parecen no entender, o querer entender: que cuando reivindicamos los derechos de los peores de entre nosotr@s (violadores, terroristas, asesinos, etc.), lo hacemos no solamente por ellos, sino, acaso, sobre todo por nosotr@s mism@s, por tod@s nosotr@s: para reducir el riesgo de que algún día cualquiera -inocente o culpable, tanto da- nos hallemos sometidos a la tiranía policial, nos convirtamos en víctimas del sistema penal que, en teoría, debería protegernos (a tod@s).




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