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domingo, 15 de abril de 2018

Ideología romántica y narrativa fantástica: a propósito del cine de Guillermo del Toro


Estas últimas semanas he tenido ocasión de ver las dos últimas películas dirigidas por Guillermo del Toro: Crimson Peak (2015) y The shape of water (2017). Las dos tienen en común (como prácticamente todas las películas que ha dirigido) su apego a los personajes e historias dotadas de componentes de fantasía: fantasmas, monstruos, seres imaginarios, todos ellos interactuando con los seres humanos y condicionando radicalmente sus existencias. La realidad (la realidad perceptible), concebida, en fin, como tan sólo una parte de lo que verdaderamente existe, que resultaría ser mucho más amplio, complejo y rico.

Parece evidente que este llamamiento a la rebelión de la imaginación, frente a los dictados de la racionalidad más empirista, posee un inequívoco tono romántico. De hecho, en las películas de Del Toro la interacción entre seres fantásticos y seres humanos culmina prácticamente siempre en la transformación de los sentimientos de estos últimos, así como en una mejor (por más amplia) percepción de la realidad que les circunda, apartados los velos que los prejuicios, el chato empirismo y las convenciones sociales le opone habitualmente, limitándola. Imaginación, sentimentalidad, concepción espiritualista de la realidad: ¿qué mejor definición podría darse de la ideología romántica? El romanticismo (en la acepción más noble, menos kitsch, del término) atraviesa, en efecto, la temática constante en todo el cine del director.

Ahora bien, conviene no equivocarse: el romanticismo constituye una manera de aproximarse a las complejidades de lo real muy determinada; y limitada. En particular, en el contexto histórico-social en el que surgió tal ideología (la burguesía europea de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX), constituyó, ante todo y sobre todo, un dispositivo de subjetivación: una herramienta para la construcción de la subjetividad psicológica (psico-social) de la burguesía, que ya no podía ser solamente calculadora, sino que necesitaba hallar nuevas vías, más complejas, de aproximación a la realidad y de legitimación de su poder, sin por ello poner en peligro (en cuestión) su hegemonía social. El romanticismo operó, en este sentido, como un marco de expresión y de interacción idóneo.

Y es dentro de este marco, y de su funcionalidad social e ideológica, donde hay que ubicar el rol cumplido por los seres fantásticos románticos. Porque no se trataba tanto de explorar más a fondo la realidad (¡el burgués podría llevarse muy desagradables sorpresas, si así lo hiciera!) cuanto de enriquecer -sin poner realmente en cuestión- la auto-identidad de quienes ocupan una determinada posición (social) en dicha realidad. (No obstante, por supuesto, hubo quienes no fueron capaces de contenerse y llegaron hasta el extremo: Edgar Allan Poe, por ejemplo. Mas fueron la excepción, verdaderos creyentes, embebidos de ideología más de la cuenta...)


Las anteriores reflexiones acerca de la ideología del romanticismo vienen a cuento porque explican muy bien una característica del cine de Guillermo del Toro que resulta muy notable: el hecho de que, a pesar de su querencia por los tópicos propios de la narrativa fantástica, sin embargo, es en realidad un cine escasamente fantástico, en su aproximación a la realidad.

En efecto, como en otro lugar de este Blog intenté argumentar en detalle, lo característico (y estéticamente valioso) de la narración fantástica es su capacidad para desestabilizar el conocimiento asentado, para ponerlo en cuestión; y, con ello, ampliar las posibilidades (cuando menos) de interrogación acerca de lo real, si no sugerir, además, nuevas respuestas (tentativas).

Guillermo del Toro, sin embargo, no hace nada de esto. Al contrario, en sus películas, fieles en esto también a la ideología del romanticismo, tienden más a la normalización de los seres fantásticos que introduce, antes que a la desestabilización de nuestro conocimiento acerca la realidad humana que nos muestra. En ellas los fantasmas se comunican con los seres humanos y les hacen cambiar sus creencias y sus sentimientos; y los monstruos se enamoran de ell@s, ampliando el concepto de amor (romántico) que est@s poseen.

Pero lo que no hay en sus películas es, justamente, aquello que en el verdadero (o, para ser menos dogmáticos, en el mejor) cine fantástico hay siempre: una presentación de la realidad tan inquietantemente diferente de cuanto estamos acostumbrados a ver que nos obliga a poner en cuestión si no existe algún problema, alguna limitación, en nuestra mirada.

No es esto lo que ocurre en las películas de Del Toro: en ellas parecería más bien que los fantasmas y los monstruos se ven humanizados, civilizados; colocados en el mismo nivel que los seres humanos, sumergiéndose en sus limitadas vidas. Cuando de lo que se debería tratar, en realidad, en la narración fantástica (al menos, en la narración fantástica que a mí me parece interesante y estéticamente valiosa) es precisamente de lo contrario: de desubicar a los seres humanos, a los personajes y l@s espectador@s que les contemplan, cuestionando sus expectativas y obligándoles a mirar de otro modo -es de esperar, más amplio- la realidad circundante. Por poner un solo ejemplo: hay mucho más élan fantastique -en el sentido señalado- en The incredible shrinking man (Jack Arnold, 1957 -en el que no aparecen fantasmas ni monstruos de ningún tipo) que en toda la obra del director mexicano.

Se trata, en definitiva, de saber si lo que se quiere es tan sólo reiterar tópicos propios de la tradición del género fantástico: como forma de subjetivación burguesa, en su origen; hoy, más bien, como puro juego paródico posmoderno. O si más bien se prefiere -como yo prefiero- una investigación mucho más racionalista, pero abierta, acerca de las verdaderas incertidumbres que atenazan al conocimiento y a las creencias del sujeto humano contemporáneo, que pueden y deben ser desestabilizadas, puestas en cuestión y convenientemente completadas.

Y se trata, en fin, de recordar, una vez más que, en la narración, la representación de la realidad viene determinada fundamentalmente por las decisiones formales adoptadas para construirla, no tanto por la naturaleza de los componentes dramáticos que se incorporan a la misma. Y que, por consiguiente, narración de fantasmas, monstruos, etc. no equivale -no tiene por qué equivaler- a narración verdaderamente fantástica.


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