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miércoles, 6 de diciembre de 2017

Fe de etarras (Borja Cobeaga, 2017)


Borja Cobeaga viene, desde siempre, manifestando su interés por adentrarse en la investigación y reflexión sobre las ridiculeces (aun con consecuencias dramáticas) características del nacionalismo vasco. Y, en particular, sobre las ridiculeces de su sector más radicalizado y mesiánico, aquel que acogió, justificó y aun practicó la lucha armada durante varias décadas. El humor, pues, como aproximación al conocimiento (de seres que son vistos como auténticos individuos humanos, no como los monstruos "terroristas" de la narrativa hegemónica, pero tampoco como los "héroes" de la alternativa radical a aquella) y también a la valoración (de unos individuos ridículos en su fanatismo e ignorancia).

En Negociador (2014), existía ya un vitriólico retrato de los miembros de una organización armada (ETA) que subsistían en un ambiente cultural cerrado y cerril, entregados a sus propios mitos, ignorantes de la realidad y, debido a ello, capaces de seguir provocando sufrimiento allí donde cualquier sentido político había abandonado a su lucha. Ahora, en Fe de etarras, se profundiza en dicho punto de vista. Pero se hace, además, centrando por completo la atención en la vida cotidiana y la dinámica interna de l@s miembros de un comando y prescindiendo de cualquier personaje relevante de fuera de la organización.

Y, sobre todo, la principal vuelta de tuerca que Fe de etarras constituye, en comparación con los anteriores tratamientos del tema por parte del director (tanto en Negociador como en sus aportaciones como guionista, en películas más fáciles -Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014)-, o en los programas televisivos de Vaya semanita), es la aproximación a un tratamiento del humor próximo al absurdo. Un humor, pues, que tiende a congelarse, en sonrisas incómodas.

En efecto, la opción de Cobeaga estriba en construir una situación anómala, en la que los miembros del comando son observados, desde un punto de vista externo, en sus acciones e interacciones. Y, dentro de las mismas, el tratamiento cómico de la trama se deriva de la disposición a hacer ver que, en realidad, l@s miembros del comando terrorista, abandonados a su suerte (fuera de su ámbito natural de socialización), se revelan incapaces de no comportarse como "personas normales": "como españoles", tan vulgares como el resto del vecindario en el que habitan y se ocultan.

La comedia aparece, entonces, en la película fuertemente condicionada por ese retrato de los vascos (y de l@s miembros de ETA, como los más vascos de entre todos los vascos) como españoles vergonzantes: que comparten cultura, valores, manías y prejuicios, a pesar de su ansia por ser diferentes.

Un retrato que, sin embargo, es incapaz de aproximarse a lo que, a mi entender, resulta más interesante, desde un punto de vista intelectual, del fenómeno terrorista, y que podría haber dado lugar a otra forma de comedia (más compleja, pero también más incisiva): el caso del miembro perfectamente formado y convencido, políticamente consciente. Un caso en el que (a diferencia de los palurdos que protagonizan Fe de etarras) el contraste no ha de producirse tanto -como en la película- entre lo que el terrorista es y lo que cree ser, cuanto entre aquello para lo que el terrorista se ha preparado (hacer la revolución) y lo que luego tiene que hacer efectivamente (secuestrar o matar a personas indefensas, organizar la logística del grupo, ocultarse, etc.), pretendidamente con tal objetivo. Pero, claro está, para una comedia (dramática) así, harían falta unos personajes menos apegados a la caricatura que los de esta película. Graciosa, sí, pero con una gracia un tanto impostada, a causa de la artificialidad de los contenidos de la historia narrada.




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