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sábado, 28 de octubre de 2017

"Terroristas modernos" (Cristina Morales) vs. "Riña de gatos" (Eduardo Mendoza): meditación sobre la novela histórica


Resulta evidente: todo relato, en la medida en que constituye siempre una manera de seleccionar, estructurar y presentar determinada información acerca de hechos (reales o imaginarios), inevitablemente posee un trasfondo político (al igual que epistemológico, moral, etc.). Puesto que, inevitablemente, habrá de adoptar –sea de manera implícita o explícita- una determinada manera de “mirar”: de seleccionar la información más relevante, así como de introducir en ella un orden; esto es, una red de conexiones (causales y/o de otra índole), que son predicadas, y atribuidas. Relatar es, pues, siempre (re-)construir el mundo: una interpretación del mundo (de un fragmento suyo).

Si ello es así en todo caso, aparece aún con mayor claridad en aquellos relatos que se adscriben (más o menos explícitamente) al subgénero que se ha dado en llamar de la “novela histórica”. Pues en éste, en efecto, la pretensión de narrar, de (re-)construir, tiene por objeto en todo caso fragmentos mucho más amplios del mundo: momentos y/o espacios contemplados (construidos) como “épocas”; concebidos, pues, como fragmentos “enteros”, es decir, suficientemente significativos en sí mismos, dotados de autonomía significativa, a efectos interpretativos. Se pretende, pues, en dichas novelas, en virtud de sus opciones narratológicas, presentar una descripción de las estructuras de un determinado instante espacio-temporal (más o menos extenso). Lo que necesariamente implica: a) identificar las estructuras que han de ser objeto de descripción; y b) elaborar un lenguaje-estilo que permita vincular la trama narrativa a dichas estructuras, de tal manera que la exposición de acciones y personajes de la historia narrada permita iluminar características relevantes de las estructuras que se pretenden describir.

No es, por ello, la menor de las paradojas el hecho de que la gran mayoría de las novelas que se adscriben explícitamente al subgénero de la novela histórica (convertido en reclamo publicitario y comercial) sean, precisamente, de aquellas que en realidad apenas tienen capacidad de poner en cuestión las perspectivas teóricas y políticas desde las que el relato histórico es construido. O, tal vez, justamente por ello, por esa capacidad para nublar (ideológicamente) el trasfondo político del relato, es por lo que este subgénero se ha vuelto tan popular: por su capacidad para transmitir la sensación de que otorga acceso a “épocas” históricamente (y, por ende, políticamente) relevantes (revoluciones, colonialismo, enfrentamientos culturales, explotación, constitución de la sociedad de clases, etc.), sin por ello aportar al lector (y, por consiguiente, ocultándoselo, bien sea mediante la omisión de información decisiva, o bien a través de la presentación de versiones edulcoradas, y falseadas, de la misma) un análisis adecuado de las categorías que permitirían comprender, en su condición de totalidad, los acontecimientos históricos que se pretende estar relatando.

Esta renuncia a trabajar (a reflexionar críticamente) sobre las categorías interpretativas que se emplean para narrar hechos globalmente complejos habitualmente se disfraza, si se llega a presionar al narrador para que explicite su metodología, de una retórica chatamente positivista: “los hechos son siempre, tozudamente, los hechos”, parecen aducir muchos autores; y los hechos habrían de ser distinguidos con claridad de sus interpretaciones, de manera que sólo lo primero –enunciar los hechos- sería tarea del narrador, mientras que la interpretación debería quedar reservada para otras profesiones.

Como decía, en la mayor parte de las ocasiones el novelista histórico más convencional se disfraza de positivista craso, para así eludir sus responsabilidades (políticas, pero también morales, y estéticas) como narrador. Pero no siempre es así: hay ocasiones, en cambio, en las que nuestro novelista se empeña en realizar alardes teóricos (teórico-estéticos). Y, entonces, tiende a explicitar su empeño en construir sus narraciones acerca de “épocas” completas justamente sobre la base de la ideología dominante (en cada momento y lugar).

Yo, que no soy lector habitual de la novela histórica más convencional (comercial), me he topado con algo de esto (un novelista del subgénero histórico que recurre a los ideologemas prototípicos del discurso hegemónico para justificar teóricamente su manera de narrar) leyendo a Eduardo Mendoza. Tal actitud, me parece, ha estado ahí, como trasfondo ideológico de la estética del escritor desde siempre, ya desde La verdad sobre el caso Savolta (1976). Pero su presencia me ha resultado mucho más evidente (acaso por el hecho de que la época narrada era una mucho más próxima y políticamente polémica, aún hoy, o bien porque la novela, por su vocación de ser premiada con un premio editorial tan comercial como el Premio Planeta, deja ver más abiertamente sus debilidades) en Riña de gatos (2010).

En efecto, Riña de gatos se ubica en el Madrid de los primeros meses de 1936, cuando, tras las elecciones ganadas por el Frente Popular, la tensión política sube por momentos y se apuntan indicios de lo que luego será el intento de golpe de Estado y el inicio de la guerra civil. En esta ambientación, la novela desarrolla una trama de intriga que acaba por enredarse y confluir con los acontecimientos políticos de la época, provocando la interacción de su personaje protagonista, Anthony Whitelands, ese desorientado crítico de arte inglés, que navega por los meandros de la atribulada sociedad madrileña de la época armado de un magro bagaje de conocimientos sobre España: mucho, sí, sobre la pintura española del siglo de oro, pero apenas unos cuantos tópicos acerca de la realidad contemporánea, que va descubriendo, sorprendido y asustado, en sus recorridos y extravíos a lo largo de la trama de la novela.


En la novela, construida, por lo que hace a la voz narrativa, conforme a las convenciones más clásicas del narrador omnisciente, se desarrollan explícitamente, en numerosos momentos, comentarios acerca de la realidad que se está narrando. Comentarios que, todos ellos, van orientados en la misma línea: la de ofrecer al/la lector(a) una interpretación de aquellos sucesos históricos que están siendo narrados (aquellos, pues, que, por ser reales, están siendo representados, como trasfondo ambiental de la trama -no, pues, los meramente ficticios). Y esta interpretación, significativamente, viene a coincidir con el conjunto de tópicos que una cierta concepción whiggish, vergonzantemente elitista y, en el fondo, cripto-contrarrevolucionaria, ha desarrollado para interpretar el período: la de una población española "inocente", que se vio inadvertidamente manipulada, zarandeada y arrastrada al desastre por minorías "radicales" (a derechas e izquierdas), que obraban motivadas fundamentalmente por su "fanatismo"; por su incapacidad para entender que el cambio social era imposible y que, por ello, erar preferible adaptarse y no intentarlo.

Es evidente que, en tanto que interpretación histórica, una concepción como la acabada de señalar no resiste la prueba de su confrontación con los datos. No obstante, la cuestión aquí no es si se trata de buena historiografía (que no lo es), sino de cómo, so capa de un relato con pretensión de intrascendente y de puro divertimento, la ideología dominante en España acerca de la interpretación del pasado reciente (aquella que proclama que estamos ante una sociedad que, de manera progresiva, ha ido renunciando mayoritariamente a los espectros de la violencia y del cambio social radical, en pro del "consenso", de las "reformas progresivas" y de la estabilidad... excepto algunas pocas "minorías radicales") aparece, presentada además como una "verdad de sentido común", para fijar la interpretación -la única interpretación posible que resultaría "razonable"- de la vertiente política de la historia narrada.

La cuestión, por lo demás, no es tan sólo que una praxis de la novela histórica como la que desarrolla Eduardo Mendoza resulte cuestionable por el contenido de las interpretaciones (históricas, políticas) que propone, tan discutible. Ocurre además que, más allá de esto, también pueden y deben ser puestas en cuestión las maneras estéticas que se emplean para intentar imponer dichas interpretaciones. Pues, en efecto, en Riña de gatos el novelista renuncia casi por completo a explorar esas estructuras socio-históricas que constituyen el trasfondo de la trama narrada a través de herramientas narrativas: es decir, a través de la representación, con voz propia, de las voces, mentalidades, corrientes de conciencia y motivaciones de aquellos personajes (y de los acontecimientos que ellos protagonizan) que, por tener un fundamento en la realidad histórica, permitirían acceder a la verdad de cómo fue experimentada realmente la historia por sus protagonistas; para, de este modo, intentar comprenderla -y comprenderles- también nosotr@s, poniéndolos en su lugar. Algo para lo que resulta particularmente pertinente la técnica de la narración, que, a diferencia de los estudios historiográficos más convencionales, puede pretender penetrar (no solamente en las estructuras más abstractas, sino también además) en la fenomenología de los acontecimientos a los que se aproxima; también a los históricos, pues.

Pero no es eso lo que practica Mendoza. Por el contrario, resulta evidente leyendo su novela que no existe intento alguno por penetrar en aquellas voces, mentalidades, corrientes de conciencia y motivaciones de los personajes históricos. Que se opta, en cambio, más cómodamente (para el/la lector(a) contemporáne@), por "traducir" (y, de paso, manipular) tales voces y mentalidades a un lenguaje contemporáneo (anacrónico). Y, sobre todo, por ahogarlas, bajo rimeros de tópicos interpretativos, sobreimpuestos desde fuera, a través de la voz del narrador.

Es claro, no obstante, que en una novela histórica el dilema de la traducción está siempre presente, no puede ser obviado: inevitablemente, toda novela histórica (como, por lo demás, también ocurre con las obras historiográficas) conlleva la traducción de las categorías representativas del pasado a las del presente. La cuestión, entonces, no es tanto la de si traducir o no (no queda otra que hacerlo), sino la de cómo se traduce: si con una actitud atenta a las voces del pasado, que intenta interpretarlas con lealtad, o, por el contrario, prescindiendo de cualquier pretensión de lealtad, limitándose a ahormar lo que la historia nos muestra dentro de las categorías ideológicas presentes, cueste lo que cueste, aun si para ello hay que deformar parte de los testimonios del pasado, u ocultarlos.

En este sentido, sugiero que una praxis de la novela histórica mucho más atendible (aunque, como veremos, no exactamente ejemplar), con ser también contemporánea (y, por lo tanto, participar igualmente de los dilemas de la traducción del pasado al presente), es la que aparece en la última novela de Cristina Morales, Terroristas modernos (2017). En ella (que narra un intento fallido de pronunciamiento y levantamiento revolucionario en el Madrid de Fernando VII), la voz narrativa, a pesar de ser también la de un narrador omnisciente, intenta aproximarse mucho más, en su focalización, a las voces y mentalidades de los personajes de la trama. Y, en realidad, merced a dicha técnica narrativa, no importa tanto (como sí que importaba en la novela de Eduardo Mendoza) si tales personajes tienen o no base histórica real (algunos la tienen, otros no...). Porque, independientemente de ellos, todos son representados mostrando por igual motivaciones, preocupaciones y voces (creencias, sentimientos, etc.) perfectamente verosímiles y -se pretende- representativas de las mentalidades del momento.

Obsérvese, en efecto, que en la novela de Morales la sobreinterpretación de la historia narrada desde categorías contemporáneas se realiza fundamentalmente a través del efecto de enmarque que producen en la narración las rúbricas de los capítulos de la novela, así como su mismo título: "terroristas modernos", "financiación del terrorismo", "ciudadanos indignados", "terrorismo de Estado",..., así rezan dichas rúbricas, remitiendo inmediatamente al/la lector(a) a modos de interpretación actuales, radicalmente anacrónicos para el tiempo de la historia narrada. Pero, justamente, el hecho de que se juegue abiertamente con el anacronismo como figura retórica es lo que permite al/la lector(a) avisad@ no dejarse arrastrar tan fácilmente por dicha sobreinterpretación. De manera que resulta perfectamente posible sumergirse en el mundo del Madrid de comienzos del siglo XIX, en las vicisitudes y preocupaciones de los excombatientes de la guerra de la independencia, de las clases populares y del lumpen madrileño de la época, de la intelectualidad, sin por ello necesariamente dar por buenos los posibles paralelismos históricos entre aquella época y la nuestra que la novelista propone (de una manera, sin embargo, tan respetuosa para el/la lector(a)).

Más aún: a diferencia de la práctica de Mendoza, de insertar de manera monológica la ideología dominante en la técnica de representación narrativa empleada en su narración, Cristina Morales opta en cambio por emplear una técnica de contraposición dialéctica: texto propiamente narrativo (que muestra las acciones, creencias, lenguajes y emociones de la época), frente a interpretación contemporánea (y anacrónica) de lo que en el texto es representado. Esta contraposición puede, sin duda alguna, ser leída por el/la lector(a) como mera continuidad lógica (los hechos y su interpretación). Pero también como una contraposición irónica, en la que la imposición de categorías contemporáneas a hechos del pasado no tiene por qué producir -como en Riña de gatos- una lectura ideologizada del pasado, sino, antes al contrario, una puesta en cuestión de aquellas categorías de interpretación del presente que solemos tomar como indiscutibles y que, sin embargo, al verse enfrentadas al choque de lo anacrónico, pueden ser contempladas con extrañamiento. Con distancia crítica, en suma.

No, es evidente: narrar acontecimientos históricos, o narrar tramas ficticias con ambientaciones históricas reales no es tampoco nunca un entretenimiento inocente... Y tampoco debería serlo leerlas, sino una forma más de aproximarse al mundo: al del pasado, pero también a nuestras presentes constricciones ideológicas (y, en el fondo, políticas, porque obedecen a relaciones de poder, que también en la literatura -aun en la más aparentemente banal- poseen su representación fiel).


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