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martes, 22 de agosto de 2017

The Wicker Man (Robin Hardy, 1973)


Cuando uno ha visto ya mucho cine, tiende a pensar que su capacidad de sorpresa ante nuevas películas se ve progresivamente disminuida; y, efectivamente, en buena medida, es así. De vez en cuando, sin embargo, la sorpresa aflora, de manera inesperada. Eso me ha ocurrido a mí al ver el otro día, por primera vez, The Wicker Man.

Y es que ocurre que The Wicker Man resulta ser un ejemplo casi paradigmático de eso que en otro lugar de este Blog califiqué una vez como "cine de terror para adultos racionalistas y ateos", el cine perteneciente a este género que más me interesa y aprecio: el que es capaz, merced a la explotación de las convenciones genéricas, de mostrar la vertiente más fantástica -e inquietante- de lo real, sin para ello verse obligado (como es lo más habitual) a introducir en sus tramas entes tan dudosos y periclitados como fantasmas, espíritus, dioses, monstruos, etc.

The Wicker Man se pliega por completo a estos requisitos. Pero no sólo ello: es que, además (y sobre todo), su director es capaz, desde el punto de vista estético, de manipular tan adecuadamente el tono de la narración que logra que el aspecto terrorífico de la historia irrumpa en la misma de un modo tan repentino como para que el efecto de extrañamiento (fundamental en las narraciones fantásticas) se produzca de manera particularmente eficaz. En efecto, lo más notable de la película es que prácticamente toda ella transcurre en un tono muy próximo a la comedia satírica de costumbres; y a la comedia musical, incluso. Para, sin embargo, en su última parte, cambiar brusca (e inesperadamente: extrañamente) de tono y convertirse en una historia de terror. Un terror que, no obstante, procede en realidad de aquellas mismas imágenes anteriores, que habíamos contemplado, divertid@s e irónic@s, con lo que ahora resulta ser plena inocencia: transformando, pues, su sentido; extrañándolas.

De este modo, The Wicker Man aparece como una acidísima fábula sobre el alcance destructivo y opresivo del poder ideológico: aquel poder que consiste en la capacidad para controlar las creencias de los individuos. Sobre cómo dicho poder, aun cuando su contenido aparezca en teoría como simpático, conciliador o amigable, cuando es ejercido, acaba por convertirse siempre en tiranía: en justificación pretendidamente racional (racionalizadora) de las mayores atrocidades morales. Siempre, por supuesto, en nombre del mayor bien para la inmensa mayoría...

El gran mérito de la película estriba, entonces, en su capacidad para mostrar esto de un modo no meramente discursivo, sino precisamente in actu: a través de una historia capaz de desestabilizar la ingenua confianza del/a espectador(a) en que lo relevante en unas creencias es su contenido sustantivo. Cuando, de lo que se trata siempre en realidad (y la terrible historia narrada, en su impactante conclusión, viene a ponerlo así de manifiesto) es, sin importar qué sea aquello que se pretende que sea creído, de la capacidad para determinar qué es lo que l@s otr@s han de creer. Del puro y duro ejercicio de poder, pues: de coerción, en última instancia.




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