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martes, 14 de febrero de 2017

Brute force (Jules Dassin, 1947): sobre la economía de la violencia carcelaria


¿Cuál es el efecto de encerrar a un gran grupo de varones en un espacio cerrado, privarles de cualquier relación con el mundo exterior, así como de todo objetivo (o ilusión) común, y someterles además a la dominación absoluta de la voluntad de algunos de ellos, mejor armados?

Tal es el punto de partida de la narración de Brute force. El panfleto que Jules Dassin lanzó, allá por 1947, como feroz diatriba anti-carcelaria: un melodrama violentísimo, basado, en el plano formal, en las excelentes interpretaciones de sus actores y en unas formas visuales extremadamente agresivas (para las convenciones del momento) por lo que hace a la composición y a la iluminación de los planos.

Lo que Brute force cuenta, entonces, es la manera en que la situación psicosocial creada por el diseño institucional de ese gran encierro sin esperanza que constituye la pena larga de prisión, unida al abuso constante de los agentes de la autoridad (que exaspera la violencia institucional inherente ya a la propia pena), no puede dar lugar a otra cosa, de una y otra parte, que a la violencia más extrema: una violencia acaso irracional desde un punto de vista instrumental (puesto que la mayor parte de la violencia dentro de la prisión apenas sirve para obtener algún beneficio tangible), pero de todo punto imprescindible como forma de expresión; como el único modo en el que los individuos encerrados -guardianes y reclusos, todos encerrados- pueden reafirmar su identidad, su condición de individuos (pese a todo) libres.

Dassin (y su guionista, Richard Brooks) abusan, en este sentido, de la tópica melodramática, para acentuar hasta extremos inverosímiles una maniquea dicotomía entre presos por causas (más o menos) "disculpables" y guardianes irremediablemente sádicos (¡y hasta -parece apuntársenos- fascistas!). Se muestran, pues, incapaces de ceñir su visión de los acontecimientos a los fenómenos estructurales en curso (a la violencia institucional, a la estructura de poder subyacente, a la situación de interacción que ello ocasiona) y prefieren enfatizar el mensaje, falseándolo, convirtiéndolo en una especie de cuento moralista de "malvados" e "inocentes en apuros" e intentando forzar nuestra identificación en tanto que espectador@s. (A este respecto, las escenas de flash-back en las que se nos narran las razones por las que los presos protagonistas acabaron en prisión resultan particularmente llamativas, por manipuladoras y fuera de lugar...)

Pese a todo, podemos ignorar esta licencia retórica, esta facilidad que la narración se concede para simplificar la historia narrada, haciéndola perder por ello parte de su mordiente. Pues, aun prescindiendo de tales licencias y recursos fáciles, la cuestión de fondo, verdaderamente acuciante, sigue ahí, pendiente de ser respondida: ¿cómo haremos, si no deseamos prescindir -como sociedad- de encerrar largamente y sin apenas esperanza a algunos infractores en centros colectivos de encierro, para mitigar la violencia inevitable que habrá de surgir? No, obsérvese bien, para eliminarla por completo, puesto que ello en verdad es imposible, sino únicamente para volverla llevadera: socialmente llevadera, no perturbadora para la ideología socialmente hegemónica.

Y la respuesta (una respuesta inquietante, en realidad) a esta pregunta se me presenta -a mí, cuando menos- obvia: se logra introduciendo, en tales espacios de encierro, ideas de esperanza. Objetivos comunes. No importa mucho si realistas o plenamente fantásticos, con tal, eso sí, de que parezcan verosímiles a los destinatarios, guardianes y reclusos. Se logra inoculando la idea de que la resocialización es posible, si sólo todos y cada uno se esfuerzan los suficiente. Y culpabilizando así, de manera personal, a quienes no hagan dicho esfuerzo.

Porque, en efecto, si se consigue introducir en el centro penitenciario un marco ideológico como el que se acaba de esbozar, que los individuos que en él se hallan encerrados lo hagan propio, entonces la inevitable violencia expresiva se convertirá en (no ya sólo en una infracción jurídica, sino además en) una desviación en relación con la norma social interna de buen comportamiento, rechazable, reprensible y merecedora de sanción (no sólo jurídica, sino también, y sobre todo) social, por parte de la comunidad (tanto de los reclusos como de los guardianes). Y, entonces, la obediencia será más fácil de obtener y la convivencia menos abiertamente violenta. Porque aunque ciertamente seguirá subsistiendo toda la violencia institucional inherente al largo encierro, ésta se volverá menos visible y más "justificable" (por poseer pretendidamente una función razonable). Y, además, no irá acompañada de violencia adicional "superflua".

La ideología de la reinserción social opera, así, en el marco penitenciario como un elemento más (un elemento discursivo) del dispositivo de poder que opera dentro la prisión: como una herramienta para racionalizar la violencia, para volverla más eficiente, menos gratuita; menos expresiva y más crudamente (y limitadamente) instrumental. Para generar, en suma, una economía de la violencia institucional y eliminar el dispendio de violencia (y la perturbación social, tanto dentro como -en los casos más llamativos- también fuera del encierro, a que dicho dispendio da lugar).

Y es que, en realidad, en el marco de un dispositivo tan inequívocamente violento como es el de la prisión, las alternativas no son muchas: violencia racionalizada frente a violencia "irracional" (ineficiente, superflua), tales parecen ser las únicas opciones disponibles. Para considerar cualquier otra haría falta poner en cuestión el conjunto del dispositivo. Y esa sería ya, desde luego, otra historia muy distinta, de aquella que, a su modo (melodramático y efectista, pero, en última instancia, lúcido), explora y revela un panfleto tan brillante como Brute force.

Puede verse la película completa aquí:




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