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miércoles, 30 de noviembre de 2016

The roaring twenties (Raoul Walsh, 1939): el desafío de "ser" un delincuente


Como tantas otras películas pertenecientes al género criminal (subgénero: crook story) de la época, The roaring twenties constituye una reflexión -otra- acerca del fenómeno del desarrollo de las bandas criminales en torno al tráfico (ilegal) de bebidas alcohólicas durante la década de los años veinte. Sin embargo, la aportación de Raoul Walsh al subgénero se caracteriza, e individualiza, por su evidente vocación de reflexión con un tinte antes sociopolítico que moral(ista).

En efecto, no sólo es que la primera parte de la película se dedique a retratar los orígenes sociales (socioeconómicos) de algunos (porque queda fuera del retrato la cuestión de la inmigración y de la diversidad étnica del proletariado norteamericano del momento) de aquellos que optaron por implicarse en dichas bandas criminales, en la decepción que supuso la primera posguerra mundial para los excombatientes, ante el incumplimiento de las promesas de progreso, paz, democracia y ascenso social que habían servido como reclamos propagandísticos para reclutar la carne de cañón necesaria. Esta parte está, a mi entender, excesivamente lastrada por su didactismo y vocación propagandística (como buena producción Warner Bros. del momento, es evidente la toma de partido de sus productores en favor de la ideología y la política populista y paternalista del New Deal y la crítica a los líderes políticos anteriores a F. D. Roosevelt), que fuerza la significación de las imágenes en un sentido muy determinado y unidireccional. Ello resulta particularmente notorio por el empleo de la voz over que fija, desde fuera, los parámetros de la interpretación impuesta.

No obstante, si esta primera parte rebosa didactismo y fracasa en retratar el panorama social en el que surgió el gangsterismo, en cambio, el desarrollo dramático de la trama en torno a los personajes protagonistas de la historia y, muy especialmente, en torno a Eddie Barlett (James Cagney) resulta mucho más interesante. Y es que dicha trama está, en realidad, todo el tiempo girando alrededor de la dialéctica entre normalidad y transgresión. (O, expresado en términos más moralistas: entre "decencia" y "deshonestidad".) Esto es, narrando la tensión que surge -que le surge al personaje- cuando, después de descubrir que las condiciones sociales le impiden "vivir honradamente", descubre, sin embargo, que vivir transgrediendo normas no es tampoco sencillo.

Y no lo es, no sólo por el evidente riesgo de ser víctima de la represión desde el poder: desde el poder estatal (a través de la represión penal o para-penal), pero también del poder social (como tantas novelas y películas han contado, el arribista experimenta siempre extraordinarias dificultades para ser aceptado dentro de las clases privilegiadas como un "triunfador" de postín). Pues, en este sentido, los personajes de The roaring twenties -como, en general, todos los del subgénero- recurren al fatalismo ("Che sarà, sarà!") como mecanismo de defensa psicológica frente al miedo a tal eventualidad. Tampoco siquiera por el peso de la culpa: la evidencia en Psicología nos indica que, en el medio plazo, el sujeto siempre tiende a reducir la ansiedad derivada de la disonancia cognitiva entre lo que cree debería ser/ hacer y lo que efectivamente es y hace; de manera que, si no es capaz de modificar su conducta, modificará sus creencias (y la culpa se reducirá o desaparecerá).

Sin embargo, lo que muestra la película es que la auténtica dificultad para vivir como un infractor contumaz no estriba tanto -aunque también sean relevantes- en el miedo o en la culpa, sino sobre todo en la dificultad para experimentar la transgresión como algo más que una actividad (siquiera sea duradera, estable): como una auténtica identidad.

En efecto, existe una diferencia, sutil en términos conceptuales, pero esencial desde el punto de vista psicológico, entre cometer una transgresión y ser un infractor. El paso de lo uno a lo otro depende de factores psicosociales (discursos acerca de la identidad, propia y ajena, que circulan socialmente, estereotipos, tabúes, demonizaciones, etc.) difíciles de determinar, y en todo caso siempre ambivalentes y problemáticos. Pero, en lo que ahora nos interesa, la cuestión es que dicho tránsito posee, prácticamente siempre (con la salvedad de los supuestos -harto infrecuentes- de sujetos con un proceso de socialización exótica o que adolecen de ciertas patologías mentales), una trascendencia enorme para el sujeto. Hasta el punto de que la mayoría de l@s infractor@s no se identifiquen nunca, cuando presentan -ante sí mism@s o ante terceros- su propia identidad, precisamente como infractor@s (sino, a lo sumo, como personas que, incidentalmente, han cometido una infracción).

Justamente, el dilema de Eddie Barlett es éste: él es un infractor habitual, profesionalizado en la práctica de actos criminales, algunos (como el contrabando de licores) sin víctima, pero otros (como las amenazas, lesiones y muertes necesarios para mantener el negocio), con ellas. Y, sin embargo, la estructura motivacional de su personalidad, aquella en la que fue socializado, sigue siendo la del proletario sumiso: ese "honrado trabajador", cumplidor con su trabajo, obediente con sus patronos, que "no se mete en líos" (no protesta, no desobedece, no pone nada en cuestión), que debería haber sido, si la guerra y el desclasamiento consiguiente no se hubieran atravesado en su camino. Quiere, por ello, una "esposa decente", una "familia decente",... una vida convencional, en suma. Quiere que su vida no sea únicamente aquello que le proporciona sus ingresos y su posición social, sino que tenga otras facetas, desvinculadas de aquello, que le permitan identificarse y ser identificado como alguien "respetable".

Un deseo que, desde luego, no armoniza con su forma de vida, ni tampoco con cómo le ven las "personas decentes": como un infractor; definido, pues, de forma esencial por tal rasgo. Alguien con quien sólo se puede interactuar con precaución; y en todo caso, si se hace (puesto que la hipocresía y la doble moral son siempre características de la ética pequeño-burguesa), que sea únicamente por razones instrumentales, pero nunca de un modo más íntimo.

La contradicción es manifiesta, insoslayable y, para él, irresoluble. Y, en la dinámica dramática de la narración, le conducirá a la (auto-)destrucción. (Expresada en las secuencias finales, acaso demasiado enfáticas, de un Barlett alcoholizado y torturado, en su muerte en la escalinata de una iglesia, después de haberse "redimido" con su buena obra final.)

No: en contra lo que la moralina dominante predica habitualmente, no es tan fácil "ser" un delincuente...




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