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martes, 27 de septiembre de 2016

Divagación sobre el pasado, el presente y el ¿futuro? del western

Appaloosa (2008)

Ayer estuve viendo Appaloosa, la película que Ed Harris dirigió en el año 2008. Me la habían "vendido" como "una película -un western- clásico". Al verla, sin embargo, renegué de quien me la había recomendado; si Appaloosa ha de ser vista como una película clásica (de la tradición clásica del cine norteamericana, querían decir), lo será, en todo caso, al modo, desmañado y torpe, de un Andrew V. McLaglen. Porque, desde luego, no al modo de los santones del western clásico norteamericano (sea lo que sea eso): un John Ford, un Howard Hawks, un Anthony Mann,... De los que una película como Appaloosa -y tantas películas contemporáneas con pretensiones de "clasicismo"- se halla  tan distante, justamente, como lo está un western de Quentin Tarantino (que nunca se las ha dado de clásico).

Intentanto, no obstante, ir más allá de la sensación de decepción, me he detenido a preguntarme: ¿por qué es que Appaloosa, que es un western, que trata temas, personajes y situaciones abordados una y otra vez por los ejemplos más señeros y clásicos del género, y que lo hace con un estilo audiovisual (no, desde luego, propio del cine norteamericano de los años cuarenta o cincuenta, pero sí, cuando menos) apegado a la tradición (dentro del modo de representación institucional -David Bordwell dixit) menos modernista, posmodernista u ostentosamente contemporánea que quepa imaginar, resulta, sin embargo, tan evidentemente ajena en su tono a los grandes ejemplares del género y sólo puede ser insertada en la historia del género, a lo sumo, como una muestra de su decadencia (en relación con la pretendida excelsitud clásica)? En ejemplos: ¿por qué sería injusto comparar Appaloosa con My darling Clementine (John Ford, 1946) o con Rio Bravo (Howard Hawks, 1959)? ¿por qué lo sería, incluso, compararla a Unforgiven (Clint Eastwood, 1992)?

Dándole vueltas a esta pregunta, la respuesta que se me ha venido a la mente (no sé si la única pertinente, puesto que apenas la he meditado, me surgió forma tan espontánea...) es la de que, en el fondo, la diferencia capital entre los westerns clásicos que acabo de citar y Appaloosa (o, para el caso, entre aquellas y los westerns de Andrew V. McLaglen, y tantos otros...), la muy distinta impresión global que unos y otros ofrecen al/la espectador(a), no tiene tanto que ver fundamentalmente con la calidad de los elementos de su construcción dramática, con la excelencia de sus actores y decorados, o con la calidad de su composición visual. Pues, al fin y al cabo, en este sentido, de todo hay -bueno y no tan bueno- en la viña del western clásico norteamericano (donde, es evidente, no todos eran ni Ford ni Hawks ni Mann). Sino que, por el contrario, la mayor de las diferencias entre uno y otro conjunto de películas estriba más bien en los diversos marcos ideológicos  y culturales en los que ambos han sido elaborados.

Rio Bravo (1959)

En concreto, creo que lo más característico del western clásico (hablo, en general, aunque siempre se puede hallar alguna excepción) es su notoria vinculación al marco cultural de la tragedia, entendida al modo clásico de la tradición literaria occidental: se trata de representar las vicisitudes y destino de héroes y heroínas (también de anti-héroes, y de héroes ridículos). Y, en tanto que tales, los héroes de la tragedia están abocados a experimentar un destino, a vivirlo como elemento nuclear de sus existencias. Y la tragedia -y el western clásico- narra cómo dicha experiencia tiene lugar: cómo se inicia, es vivida por los personajes (con mayores o menores contradicciones: dudas, fracasos, derrotas, triunfos, dolores, alegrías) y acaba por determinar su final (feliz o no).

Frente a una existencia (individual y social) concebida como tragedia, ¿qué es lo que queda en el western que subsiste en los Estados Unidos a partir de los años setenta (de nuevo, con excepciones, alguna notable)? Tanto si se presenta en un tono cómico como si lo hace en tono dramático, a partir de finales de la década de los sesenta del pasado siglo es apreciable, en el género nortemericano (las vicisitudes del eurowestern, aunque paralelas, resultan lo suficientemente distintas como para dejarlas aquí de lado), que las narraciones renuncian abiertamente a encuadrarse en un marco trágico, para reducir sus pretensiones. Optan, en cambio, por una aproximación explícitamente humanista: los personajes y situaciones prototípicos del western como manifestaciones de estructuras sociales (Little big man -Arthur Penn, 1970-, Soldier blue -Ralph Nelson, 1970-,...) y/o de emociones humanas cotidianas (There was a crooked man -Joseph L. Mankiewicz, 1970-, The ballad of Cable Hogue -Sam Peckinpah, 1970-,...).

Se produce, pues, una reducción de pretensiones de trascendencia y de sublimidad del género: frente a un género concebido como marco cultural para explicar e interpretar la historia de la creación de los Estados Unidos como gran potencia ("excepcional") y para explorar también -y, muchas veces, al mismo tiempo- las ansiedades y dilemas de la existencia de personajes (trasunto de seres humanos) concebidos como absolutamente extraordinarias, capaces de encarnar en sí mismos todas las cuestiones básicas de lo humano y de lo social, ahora en cambio, en el western moderno (eso que, en la época, se dio en llamar "western crepuscular"), la pretensión es simplemente mostrar, con afán desmitificador, que los personajes y situaciones del western son humanas, profundamente humanas, y nada más que humanas. Que, en suma, antes que a la gran literatura o la filosofía, es a la antropología, a la sociología, a la psicología y/o a la historia, a donde hay que recurrir para construir un marco de interpretación de las historias narradas.

Sin embargo, lo cierto es que, por la concurrencia de diversos factores causales (tanto empresariales como socioculturales), que ahora no puedo explorar, dicha renuncia al marco trágico y heroico no sirvió, dentro del género, para promover una nueva aproximación, que fuese desencantada, si se quiere, pero también suficientemente profunda: que aportase revelaciones en relación con aquello que se aborda en las narraciones (al mismo nivel en que las habían aportado los mejores westerns clásicos). Recuérdese, así, que películas como Heaven's gate (Michael Cimino, 1980), una de las pocas que intentaron alcanzar la excelencia dentro del nuevo marco ideológico del género, terminaron en estrepitoso fracaso y en el rechazo por parte de los productores y del público.

Heaven's gate (1980)

Desde entonces, el género subsiste en los Estados Unidos, agonizante, entre el pastiche modernista y la imitación (dicen que "homenaje", y que posmoderna): vueltas y revueltas en torno a grupos humanos y sus vicisitudes, relaciones y emociones que, ambientadas en el marco histórico del western, sin embargo, carecen de la potencia trágica o de la inquietud estética (esto es, de la pretensión de revelar algo relevante acerca de lo real) que poseían al western clásico; o bien -y, a veces, al mismo tiempo- copias de argumentos, de planos, de personajes, de diálogos, etc. del cine clásico. Copias que, fuera de su marco interpretativo original, apenas pueden sustentar mortecinas narraciones, carentes de sentido.

En este panorama, existe, desde luego, alguna excepción: directores como Clint Eastwood o Tommy Lee Jones han sido (hasta cierto punto, limitadamente...) capaces de seguir creando westerns clásicos, o lo más parecido que podemos imaginar hoy a ellos: con personajes sometidos a los dilemas y ansiedades propias de la tragedia, quiero decir. Así ocurre en películas como la antes citada Unforgiven, o en The three burials of Melquiades Estrada (Tommy Lee Jones, 2005). Se trata de películas (que, aunque espléndidas, son, pese a todo) notoriamente "antiguas", por retrotraernos a momentos de la historia cultural en los que el marco trágico de interpretación resultaba aún plausible. Hoy parece difícil seguir creyendo en aquellas ficciones, aunque se nos narren tan bien como ambos directores logran.

Y, precisamente por ello, seguimos esperando a ver si alguien (faltando por fuerza ya poco para que Eastwood y Jones desaparezcan, y fallecido ya también -y en el ostracismo- Michael Cimino) será capaz al fin de convertir el western en un género auténticamente moderno: humanista, pero profundo. O si, por el contrario, deberemos conformarnos con darlo definitivamente por muerto. (Por más que haya tantos interesados en mantener su cadáver artificialmente en pie, produciendo una y otra vez inanes zombies -enésimas resurrecciones del género, que apenas duran una temporada de estrenos.)


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