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jueves, 5 de mayo de 2016

¿Existe una única respuesta correcta en la determinación y prueba de los hechos en el Derecho?


Ayer se publicaba en el blog Almacén de Derecho una entrada con casi este mismo título, escrita por Juan Antonio García Amado. Interesante y sugestiva, desde luego, aunque, en mi opinión, profundamente equivocada en sus conclusiones.

Es por ello por lo que (como precisamente llevo tiempo trabajando sobre cuestiones probatorias, y muy especialmente sobre la prueba de los elementos subjetivos del delito) me permití dejar un comentario crítico a dicha entrada, que reproduzco a continuación aquí, dado que me parece evidente el interés teórico general de los temas discutidos:

Una aportación muy inteligentemente pergeñada, como todas las que Toño realiza. Pero, sinceramente, no me parece muy convincente la línea general del argumento. Aunque el tema es complicado, realizaré tan sólo dos observaciones:

1ª) Tengo la impresión de que se están mezclando dos cuestiones diferentes. Una es la del contenido conceptual de los términos empleados por las normas para configurar el supuesto de hecho. Así, por ejemplo, la cuestión de qué significa el término "dolo" en el CP español: si hace referencia o no a estados mentales, a cuáles (¿conocimientos, motivos, consciencia,...?), si es qué sí, qué contenido intencional han de tener.  Es esta una cuestión de definición del significado de los términos legales. Esto es, un problema de interpretación, para que el que vale todo lo que Toño expone (y que sustancialmente comparto), sobre la imposibilidad de la única respuesta correcta (por la vaguedad lingüística y porque intervienen argumentos morales y políticos -valorativos y teleológicos), la discrecionalidad judicial, la crítica al objetivismo neoconstitucionalista, etc.

Sin embargo, creo que una cuestión distinta e independiente (y que es la propiamente probatoria) es la de determinar, una vez que se ha definido el significado de un determinado término, qué hechos hay que establecer (y cómo) para poder afirmar fundadamente que “se dan (en la realidad) los hechos que permiten afirmar la concurrencia de dolo”. En relación con esta segunda cuestión, me parece que es erróneo pretender aproximarla –como Toño propone- a las cuestiones de interpretación del Derecho (de definición de los términos legales).

Supongamos, por ejemplo (es tan sólo un ejemplo), que hemos llegado a la conclusión (interpretativa) de que por “dolo” hay que entender (esto es: debemos definir el término “dolo” como) “conocimiento cierto –con una certidumbre rayana en la certeza absoluta- del hecho de que la víctima golpeada va a morir directamente a consecuencia del golpe”. Para llegar a esta definición, habremos tenido, ciertamente, que argumentar sobre el significado lingüístico del término, sobre las intenciones del legislador al introducirlo en la ley (y, en este caso, sobre la historia del Derecho y del pensamiento jurídico, del uso del término a lo largo de la historia y su evolución), sobre las razones morales e instrumentales (y políticas, si las hubiera) para definirlo de un modo o de otro. Es decir, habremos tenido que interpretarlo.

Pero lo que quiero recalcar es que, una vez que hemos llegado a una determinada definición, constatar si Juan tenía o no (un determinado día, a una determinada hora y en un determinado lugar, mientras estaba haciendo algo en particular) “ese conocimiento cierto –con una certidumbre rayana en la certeza absoluta” no depende ya en absoluto de ningún hecho normativo o institucional, ni de ninguna norma. Depende, por el contrario, tan sólo de que podamos constatar o no la existencia de ese hecho empírico que es la existencia de un estado mental de conocimiento con un contenido intencional determinado.

Lo subrayo: el conocimiento de la probabilidad (próxima a 1) de que golpear a Pedro va a ser causa directa de su muerte es un hecho empírico, tan empírico como la presencia o procedencia del tan traído y llevado pelo de Feliciano. Es empírico porque, suponemos, es un evento que ocurre en la realidad extramental del juzgador (esto es, fuera de la mente del juez): en la mente de Juan (un determinado estado cerebral, o conjunto de ellos, del cerebro de Juan). Por lo que la manera que tiene el juez de intentar determinar si el hecho ha ocurrido o no se parece al modo en que fija la procedencia del pelo: recurre al conocimiento sobre la realidad empírica más sólido disponible (el análisis de ADN, en un caso, las ciencias cognitivas, en el otro) y, a partir de dicho conocimiento (que, en todo caso, es siempre tan sólo un conocimiento con base inductiva, falible, por consiguiente), intenta construir un argumento deductivo que demuestre (si se da por bueno el conocimiento científico en el que se apoya) la irrefutabilidad de su conclusión.

En este sentido, la argumentación probatoria se distancia, me parece, radicalmente de la argumentación interpretativa: no ha lugar a “varias respuestas correctas” (en el sentido expuesto en el texto, el de Dworkin), porque no se trata de definir términos, sino de deducir la existencia real de un evento a partir de datos recogidos por los sentidos (pruebas) y del conocimiento empírico (inductivo) disponible sobre la cuestión.

2ª) Dicho lo anterior, yo sí que creo que hay más de una respuesta correcta en materia de hechos probados. Pero no por las razones que intenta argumentar Toño (y que, como he explicado, no me convencen). Y creo que puede haber más de una respuesta correcta, al menos por dos razones. La primera, porque, como he dicho, el conocimiento de fondo en el que ha de basarse el juzgador para dar o no por probado un hecho puede ser insuficiente (el caso de las ciencias cognitivas y el dolo es palmario). Pero, aun cuando no lo sea, siempre tiene su base en inducciones; esto es, en generalizaciones. Por lo que siempre cabe dudar sobre su solidez o falibilidad. Y, lo que es más importante, siempre existe la dificultad de lo que los filósofos de la ciencia llaman la infradeterminación teórica de los hechos: esto es, que a la vista de los mismos datos empíricos es posible construir teorías explicativas distintas, y aun contradictorias (al menos, en parte), que den igualmente cuenta de los mismos. Por lo que siempre puede ocurrir que dos jueces diferentes, apoyados en dos opiniones expertas distintas, se basen en teorías científicas diversas, para llegar a conclusiones, también diferentes, a partir de las mismas pruebas.

En segundo lugar, ocurre además que, desde luego, el tránsito desde las pruebas hasta las conclusión acerca de veracidad o no de la hipótesis probatoria no es, casi nunca, un razonamiento deductivo perfecto, sino que, precisamente por la existencia casi inevitable de “agujeros” (de datos no disponibles), exige adoptar decisiones acerca del “peso” que se va a otorgar a cada prueba en el razonamiento probatorio: cómo de creíble es un testimonio, cuánto vale la opinión del perito, cómo de convincentes son las pruebas circunstanciales o indiciarias, etc. Razones todas ellas que abonan, otra vez, la posibilidad de que dos jueces, razonando los dos de modo impecable, puedan, pese a ello, llegar a conclusiones distintas y aun contradictorias sobre la determinación de los hechos probados.

En  síntesis: es cierto, no hay tampoco una única respuesta correcta en materia de hechos probados en el Derecho. Pero no porque –como parece pretender Toño- todo sea, en último extremo, una cuestión normativa. Conclusión que, si hablamos de normatividad en un sentido estricto, no trivial (esto es, si nos estamos refiriendo a reglas de conducta, y no pretendemos incluir las leyes científicas –como no se debe- en el ámbito de lo normativo), me parece errónea.


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