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lunes, 29 de febrero de 2016

Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008)


En sí mismo considerado, lo real resulta ser un material radicalmente no apto para ser incorporado a un relato. Pues lo real verdaderamente no es sino (mejor: tal y como nosotros, los seres humanos, somos capaces de percibirlo, no se nos aparece sino como) un cúmulo, profundamente desarticulado, de experiencias y de sensaciones, de deseos y de pensamientos, de palabras y de gestos, de movimientos corporales y de reacciones físicas que sentimos dentro del cuerpo,...

Lo real es, pues, en sí mismo, radicalmente caótico. Un caos que necesariamente amenaza a cualquier concepto de la identidad personal que se pretenda mantener. Y más aún, desde luego, a cualquier búsqueda de sentido último de la existencia y de la experiencia existencial que se pretenda encontrar y atribuir a lo vivido.

Justamente por esto, surge el relato: el relato como reconstrucción de las experiencias inarticuladas y caóticas de lo real, de lo experiencial. Como manera de salvar -y salvaguardar- aquello que, en sí mismo, resulta, al tiempo, evanescente y opaco. Estableciendo, así, articulaciones entre experiencias, sensaciones, deseos, pensamientos, palabras, gestos, acciones,... Articulaciones que, en último extremo, convierten -o, al menos, ello se pretende- el cúmulo de eventos en un curso coherente, con un principio y un final, no sólo desde el punto de vista temporal, sino también por lo que hace a su significación.

Pero lo cierto es que todo relato plausible exige una hercúlea tarea (no sólo de articulación, sino también -y, quizá, sobre todo) de simplificación. Porque lo real apenas se deja contener en el marco interpretativo que el relato pretende constituir, aprehendiéndolo (sí, pero también aherrojándolo). Lo real siempre tiende a reventar las costuras de cualquier relato: a volverlo problemático, a -en el límite- disolverlo, en un retorno (potencialmente) sin fin al magma inarticulado de lo experiencial...

Synecdoche, New York, la primera película que Charlie Kaufman dirigió, pretende constituirse en una gigantesca metáfora acerca de esta radical problematicidad de la narración como herramienta de representación de lo real. En ella, un autor teatral, profundamente autoconsciente del transcurso (y del sinsentido) de su existencia, se ve tentado por la posibilidad de construir una obra que se corresponda, paso a paso, con las vicisitudes (personajes, sentimientos, acciones, espacios) de su propia vida. Una obra que, en consecuencia, deberá ir evolucionando a medida que su vida cambia y camina hacia la vejez y la muerte. Que irá deberá ir incorporando, y deglutiendo, todos sus amores y sus inquietudes, sus contradicciones y miserias, sus miedos y esperanzas.

Una obra que, en realidad, deviene imposible. Pues (al modo del mapa de que producen los enloquecidos cartógrafos del genial cuento de Jorge Luis Borges, Del rigor en la ciencia) un intento de representación de lo real que pretenda contenerlo todo ello, con cada uno de sus detalles y de sus cambios, necesariamente acabará por ser un monstruo: gigantesco, inabarcable e inservible.

De manera que, al final, el autor se extinguirá, solo (como tod@s morimos sol@s). Su obra permanecerá para siempre inacabada. Y nada habrá tenido sentido en realidad... por más que, en el seno del relato, dicho sentido haya sido buscado -sin hallarlo- hasta la extenuación.

Una narración como la que Charlie Kaufman ensaya en esta película (tan compleja y ambiciosa) se prestaba, casi por necesidad, al uso y abuso de la retórica visual del extrañamiento y del espejo. A la retórica del Doppelgänger, en suma. Y a ello se aplica, en efecto, el director, elaborando de este modo una película visualmente recargada, en la que la iluminación y la escenografía contribuyen a representar un universo (el universo de Caden Cotard -Philip Symour Hoffman) desesperanzado y oscuro, abundan los planos que se pretenden "significativos", "importantes", y personajes y situaciones se reiteran, a uno y otro lado del espejo (dentro y fuera de la obra que el autor está construyendo), en una mise en abyme que se diría interminable... Pero que, en realidad, ha de finalizar en todo caso: en la diégesis, con la muerte el autor; en la vida real, con el cierre del relato, con su encapsulamiento, que viene a marcar la diferencia entre narración y existencia.




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