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viernes, 20 de noviembre de 2015

Un dia perfecte per volar (Marc Recha, 2015)


Se podría decir, pienso, que Un dia perfecte per volar constituye una manifestación ejemplar de cine fantástico, en su versión más pura: esto es, más desprendida (aunque, ciertamente, nunca del todo, pues ello resultaría imposible) de las adherencias culturales con las que una larga tradición de literatura y -luego- cine adscritos al género ha ido sobrecargando (y también, es verdad, enriqueciendo... pero, en todo caso, desde luego complicando) a la representación artística de la fantasía.

Fantasía, hay que recordarlo, en Psicología significa la representación imaginaria de una situación inexistente en la realidad, que expresa ciertos deseos u objetivos del sujeto que fantasea. Aquí, en Un dia perfecte per volar, tenemos justamente eso: un estudio acerca de la mente fantaseadora de un niño. De cómo dicha mente construye un universo paralelo, pero posible, al real. De cómo tal construcción es realizada a través de la imaginación (que, en su representación en la película, se convierte en la visualización) de un amigo imaginario (pero posible: alguien que desapareció de su vida, de forma trágica, se sugiere...) y, al tiempo, de los diálogos con él imaginados. Así como, también, de las reflexiones que, durante el curso del proceso imaginativo, el sujeto -el niño- se dirige a sí mismo, sobre lo que finge estar viviendo.

La película transcurre, así, en su mayor parte poniendo en imágenes y sonido la fantasía del niño: dos actores (Roc Recha y Sergi López) moviéndose por el agreste paisaje del Garraf, dialogando, intentando hacer volar una cometa, atendiendo al viento que se levanta, a las cuevas y oquedades, a las plantas,... Además, en una suerte de mise en abyme (fantasía dentro de otra fantasía), el amigo imaginario le cuenta al niño un largo cuento, casi interminable, acerca de un gigante que habitaría junto a ellos, en aquellos roquedales.

Y, sin embargo, el director fuerza progresivamente la forma de la narración, para introducir, con levedad, una cierta dosis de extrañamiento en las imágenes que contemplamos, que nos obliga a empezar a cuestionarnos si lo que estamos viendo es la realidad real (aquí la redundancia parece obligada), o más bien una realidad meramente imaginada. Y acaso, además, más siniestra de lo que la inocencia de cuanto hasta el momento venimos contemplando (un niño con un adulto a quien quiere y que le quiere, que juegan, departen y pasean, ¿qué podría parecer más inocente?) podría en principio sugerir.

El forzamiento de la forma es ligero, mínimo, pero suficiente para provocar una alteración en la significación, ese efecto de extrañamiento, esa puesta en cuestión de lo hasta ese momento contemplado: planos del adulto sentado y resollando, ligeramente más largos de lo que parecería convencionalmente conveniente; planos que concentran la atención sobre la mirada perdida de ese adulto; una herida sangrante en su espalda... Algo no cuadra, se nos alerta así, en esa idílica sucesión de escenas de inocencia y alborozo infantil.

Y, entonces, el personaje adulto encarnado por Sergi López desaparece de la historia y aparece el personaje del padre del niño (el propio Marc Recha), que acude a buscarle. Y, a través de los diálogos, también tranquilos, sí, pero un tanto más inquietos, menos henchidos de gozo, acabaremos por descubrir la condición de fantasía, y de fantasía con toques siniestros (el personaje imaginado fue real, pero desapareció, en condiciones trágicas, algo que el niño no desea aceptar), de cuanto hasta ese momento hemos podido ver.

Es de este modo, mediante tres decisiones formales, como se organiza en la película la representación de la fantasía. Primero, representando de modo convencional (y, por consiguiente, sugiriendo al(a) espectador(a) entrenad@ en las convenciones cinematográficas la realidad de) la fantasía del niño. Segundo, alterando, en un determinado momento de la narración, las formas de dicha representación, (siquiera sea de modo ligero) para provocar un efecto de extrañamiento. Y, por fin, representando la realidad real como algo mucho menos feliz, mucho más inquietante.

Produciendo de esta manera, en suma, una cabal representación artística de una de las fuentes esenciales de la capacidad humana para fantasear: la inevitable frustración que la realidad ocasiona en nuestros deseos, que ocasiona que muchas veces la meramente imaginada resulte ser una realidad (alternativa) mucho más feliz y deseable. Pero también poniendo de manifiesto como, al cabo, al ser humano -y también a l@s niñ@s- no les queda otra alternativa en realidad que la represión y sublimación de sus deseos, y afrontar lo siniestro que hay -y va a haber siempre- en la existencia.




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