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domingo, 8 de marzo de 2015

A most violent year (J. C. Chandor, 2014)


A most violent year constituye, pienso, un excelente retrato desde dentro de una de las realidades menos transitadas, desde un punto de vista narrativo, del capitalismo: la de las vicisitudes del empresario emprendedor. Aquí, frente a las sensacionalistas historias -mucho más habituales- de "grandes manipuladores" (ejemplo reciente: The wolf of Wall Street -Martin Scorsese, 2013) o de las andanzas de los magnates del gran capital (el mismo director, J. C. Chandor, se aproximó al tema en Margin call -2011), se muestran las pequeñas, pero relevantes, aventuras de un hombre (y de una mujer, su esposa, que le apoya hasta el fin) que se afana en levantar una pequeña empresa y mantenerla en pie.

Lejos, no obstante, muy lejos, la historia aquí narrada de aquellas (también mucho más frecuentes) que elaboran un retórico -y puramente ideológico- canto al individualismo, al esfuerzo personal, al triunfo de los más fuertes, etc. (Los ejemplos resultan innumerables en el cine clásico: ahora mismo me acuerdo de Cimarron -Anthony Mann, 1960.) Pero también alejada de los retratos del emprendedor como sociópata, tan caros a cierta tradición narrativa moderna (pienso, por ejemplo, en There will be blood -Paul Thomas Anderson, 2007). No, aquí lo que hallaremos será la historia de un pequeño empresario "normal" y de su entorno socioeconómico. Un entorno que, como reza el título, resulta ser de lo más violento.

Narra, en efecto, la película la historia del delicado equilibrio que un empresario, sometido a las presiones de la competencia (no necesariamente leal) y/o del oligopolio, así como a las relaciones de poder que se entablan, en el ámbito de la actividad económica, con l@s trabajador@s emplead@s, con los financiadores y con las autoridades estatales, ha de luchar por mantener: constante lucha por equilibrar costes y beneficios, por sostener y aumentar la rentabilidad, obstáculos para el acceso al mercado, dependencia de decisiones ajenas, competencia para posicionar el propio producto o servicio (aquí, la venta de carburante). Ambigua posición frente al Derecho, que, por un lado, ata y dificulta ciertas iniciativas, pero, de otro, debería proteger frente a comportamientos abusivos de otros agentes económicos.

Lucha, pues, contra los demás agentes económicos, por el acceso a los recursos y a los clientes, para sobrevivir. Sumisión, y rebelión a veces, frente a las relaciones de poder propias del mercado. Ambigua actitud, entre estratégica y deferente, hacia las normas sociales y jurídicas.

Todo ello, que (visto desde una perspectiva más bien teórica) podría formar parte de un manual de microeconomía o de sociología, o de otro de dirección de empresas o de ética de los negocios (si se plantease como una cuestión puramente práctica), se convierte en una historia interesante desde el punto de vista dramático (y se vuelve reveladora, y consiguientemente relevante en términos estéticos) a través de la introducción en la trama de episodios de violencia física; y, más en general, de la omnipresencia de la amenaza -velada o explícita- de dicha violencia. Porque es precisamente tal omnipresencia la que permite visualizar efectivamente en la pantalla esas relaciones de poder, cooperación, conflicto, obediencia y quebrantamiento de normas que, usualmente, sólo son percibidas después de una atenta observación (armados de las herramientas metodológicas propias de las ciencias sociales) a los fenómenos de interacción micro-social. La violencia opera, así, en la película como una suerte de recurso retórico amplificador: al modo de un microscopio, que nos permite ver a simple vista lo que en la mayoría de las dinámicas propias de la realidad económica, queda velado, necesitado de investigación.

Al cabo, lo que A most violent year nos viene a mostrar es la necesaria ambivalencia moral de las posiciones de poder: aquí, en el seno de la economía capitalista. Abel Morales (Oscar Isaac), el empresario protagonista de la historia, afirma una y otra vez, dos cosas: 1ª) que él es un hombre honrado, que hay una diferencia entre él y otros empresarios deshonestos; pero 2ª) que no le cabe ninguna duda de que va a triunfar, que lo único que se puede discutir es cuánto le costará lograrlo y cuál será el camino exacto que recorra para ello. La cuestión, por supuesto, que la película plantea en toda su crudeza, es si ambas tesis (ambas reglas -conjuntos de ellas, en realidad- del comportamiento práctico) resultan, en realidad, compatibles entre sí: no en la teoría (donde sin duda lo son), sino en la realidad social -la del capitalismo. Cabe dudarlo: sin duda, Abel Morales no se comporta exactamente igual que algunos otros de los personajes (más violentos, más corruptos); pero tampoco otorgaríamos a este personaje ningún certificado de absoluta integridad moral. Y es que -parece mostrarnos la narración- en ciertos contextos sociales la consecución de la integridad moral resulta problemática.

Justamente, tal es la posición (cínica, si se quiere... ¿o realista?) que al respecto mantiene Anna, la esposa de Morales (Jessica Chastain): que, en la práctica, no es posible marcar una frontera nítida entre las conductas morales e inmorales; y que, por consiguiente, conviene dejarla a un lado. Que se trata tan sólo de sobrevivir. Y, para ello, hay que ser amoral: adoptar una actitud de racionalidad instrumental pura.

Abel Morales parece resistirse, sin embargo, a esta disolvente conclusión, e intentar aferrarse a sus convicciones. ¿Integridad o falsa conciencia? La narración de la película es, a este respecto, lo suficientemente ambigua como para resultar extremadamente sugerente...

Todo este conjunto de escenas violentas y de violentos dilemas morales es elaborado por J. C. Chandor, desde un punto de vista formal, a través de una estética que bebe abiertamente del estilo audiovisual que podríamos etiquetar de "retro": no en el sentido (un tanto epidérmico, referido sobre todo al diseño de producción) en el que fueron calificadas de tales películas como Chinatown (Roman Polanski, 1974), sino más bien en el que han empleado para formalizar sus espléndidas tragedias directores como Francis Ford Coppola (en las dos primeras partes -de 1972 y 1974- de The Godfather) o James Gray. Un estilo caracterizado por iluminaciones débiles, selección de colores apagados y ocres, abundancia de sombras,.. Por la composición, en suma, de planos que transmitan abiertamente en términos visuales aquello que no siempre aparece en toda su explicitud en la trama dramática: lo sombrío de la tragedia del "triunfador".




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