Veía ayer Higanbana (=Flores de equinoccio) (Yasujiro Ozu, 1958). Con el estilo visual habitual en el director (ya consolidado para entonces), la película narra, plácida y detalladamente, las nimias inquietudes de un padre en torno al matrimonio de su hija mayor: sobre si debe ser ella quien elija o si, como reza la tradición japonesa, han de ser los padres quienes arreglen la boda. Todo ello, sin embargo, en un tono aparentemente menor: no hay (explícitamente, al menos) melodrama; tan sólo otra variación más -tan cara a Ozu- en torno a la difícil dialéctica de la transición entre tradición y modernidad, las emociones que ello hace aflorar y cómo todo esto modifica las formas de interacción social (familiar, ante todo, pero no sólo).
lunes, 15 de septiembre de 2014
Una nota sobre la poesía en la imagen cinematográfica
Veía ayer Higanbana (=Flores de equinoccio) (Yasujiro Ozu, 1958). Con el estilo visual habitual en el director (ya consolidado para entonces), la película narra, plácida y detalladamente, las nimias inquietudes de un padre en torno al matrimonio de su hija mayor: sobre si debe ser ella quien elija o si, como reza la tradición japonesa, han de ser los padres quienes arreglen la boda. Todo ello, sin embargo, en un tono aparentemente menor: no hay (explícitamente, al menos) melodrama; tan sólo otra variación más -tan cara a Ozu- en torno a la difícil dialéctica de la transición entre tradición y modernidad, las emociones que ello hace aflorar y cómo todo esto modifica las formas de interacción social (familiar, ante todo, pero no sólo).
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