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jueves, 22 de mayo de 2014

"Limpiar la red": ordenando el debate, y tres recomendaciones de lectura



Supongamos, por un solo momento, que debiéramos tomarnos en serio las declaraciones que estos días hacen representantes del Gobierno y del Partido Popular acerca de la necesidad de limitar cierto tipo de declaraciones públicas a través de la redes sociales, a través de la intervención del Derecho, y del Derecho Penal. (Supongamos, pues, por un solo momento, que no se tratase tan sólo de intentar lanzar una cortina de humo sobre las corruptelas y el caciquismo de Isabel Carrasco Lorenzo y de su partido en León, que han vuelto a ponerse de manifiesto -a decirse en voz alta- con motivo de su muerte. Buscando de paso movilizar a l@s votantes más conservadores, mediante el fácil recurso al victimismo, a la demonización y a la demagogia del tough-on-crime.)

Supongamos, además, que quienes hablan saben en realidad de qué están hablando: que no son tan ignorantes sobre internet y las redes sociales como parecen. Que no se dejan arrastrar también por sus prejuicios tecnófobos. Que comprenden que el empleo de internet ni añade ni quita nada a la valoración que merezca un hecho. (Se podría aducir que le añade relevancia pública. Cabe dudarlo, sin embargo, en muchísimas ocasiones, a la vista de la forma -esencialmente pasiva- en la que se comportan la mayor parte de los teóricos followers -muchas veces, además, escasos en número- de todos los blogs, perfiles en facebook y twitter, etc.) Y que, por consiguiente, lo que están queriendo plantear es la cuestión de los límites de los discursos públicos "de odio" (por emplear el término convencionalmente utilizado -bien que extremadamente vago).

Si, en un alarde inaudito de imaginación, somos capaces de imaginar estas dos cosas; y, sobre todo, si alguien (despreciando como se merecen los torpes tics autoritarios del Gobierno actual) desea discutir en serio sobre el tratamiento jurídico-penal de los discursos (públicos) de odio, entonces habrá que admitir, para empezar, que buena parte de tales discursos han de quedar cubiertos, y amparados, por el ejercicio de la libertad de expresión: en particular, todas aquellas conductas que no atenten contra el honor de las personas, o contra su libertad y su seguridad, de manera efectiva (lesión) o probable (puesta en peligro), o que formen parte de estrategias más elaboradas de acoso contra personas o grupos de personas.

Reconozcamos, no obstante, también que no todo discurso de odio puede quedar amparado por tal derecho fundamental: que hay enunciados lo suficientemente injuriosos o amenazantes, o que forman parte de estrategias más elaboradas de acoso, que no están protegidas por la libertad de expresión. Surge, entonces, la cuestión de los límites de la intervención del Derecho, a través de prohibiciones (y de sanciones), frente a tales conductas.

A este respecto, me permito recomendar al/a lector(a) interesad@ tres textos míos que, tal vez, le ayuden a clarificar sus ideas:

1º) En "Efecto social" del hecho y merecimiento de pena (en particular, en su apartado 9º) examino las condiciones en las que pueden llegar a ser político-criminalmente justificables los llamados delitos de creación de un ambiente social pernicioso (Klimadelikte). Tal y como allí se argumenta, sólo en supuestos muy limitados, cuando existe previsibilidad de que a partir de las acciones cuya posible incriminación se considera  (aquí, la proferencia de ciertas manifestaciones públicas) vayan a derivarse muy probablemente acciones peligrosas o lesivas para los bienes jurídicos (homicidios, lesiones, etc.) podría llegar a estar justificada -en las estrictas condiciones que se exponen en el trabajo- la incriminación.

2º) En Libertad, seguridad y delitos de amenazas (en particular, en su apartado 7º) analizo el tipo penal de las amenazas colectivas a grupos. Concluyo que, para que se dé tal figura de amenazas, es preciso que la actuación amenazante (que, claro, primero habrá de serlo) ponga efectivamente en peligro la seguridad de todo un grupo de personas. Que, además, ha de tratarse de un grupo de personas particularmente vulnerable (en virtud de su situación social). Y que, por fin, es preciso que las amenazas sean de tal calibre (dado el medio social en el que la interacción amenazante tiene lugar) como para provocar una reacción racional por parte de los miembros del grupo amenazado de renunciar al ejercicio de sus derechos y libertades.

Como se podrá observar, nada de lo anterior apunta en el sentido de incriminar, salvo casos excepcionales, conductas que nos sean amenazas directas, individuales y graves. No, desde luego, cuando de quien se abomina en público son personas tan poderosas como líderes polític@s, caciques, empresari@s, etc. En tal caso (en ausencia del clima social de vulnerabilidad, que hoy sólo existe en el delirio o en la propaganda -táchese lo que proceda- victimista que ell@s mismas proclaman), únicamente las amenazas directas -públicas o no- deberían poder ser incriminadas, y sancionadas.

3º) Finalmente, en "¡Cifuentes, muérete!" Una reflexión (ligeramente introspectiva) acerca de justicia, venganza y retribución recuerdo que una parte significativa de los anhelos vindicativos irracionales parten, en su origen, de sentimientos de justicia defraudados; de indignación moral, en suma. De manera que, como casi siempre, la mejor prevención de los discursos de odio estriba en luchar por la justicia. ¿O es que alguien piensa que proliferarían tanto las declaraciones públicas hostiles a l@s líderes polític@s (simplificando, desde luego, el problema en buena medida, al personalizarlo) si personajes como la hoy tan traída y llevada Isabel Carrasco Lorenzo no proliferasen también, en la más absoluta impunidad?


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