X

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

viernes, 10 de enero de 2014

Inside Llewyn Davis (Joel Coen/ Ethan Coen, 2013)


Lo que esta vez nos ofrecen los hermanos Joel y Ethan Coen es un muy sensible retrato de la derrota: Llewyn Davis (Oscar Isaac), personaje inspirado al parecer en un oscuro cantante folk de la Norteamérica de los sesenta del siglo pasado, es un auténtico "perdedor", en esa carrera hacia el éxito y la fama que pretende ser la industria del espectáculo (y la musical). Y él lo sabe. Y los directores nos lo muestran en aquellos días en los que su decadencia, su imposibilidad de "triunfar" se pone de manifiesto de manera definitiva.

Lo más característico, entonces, de la nueva película de los hermanos Coen no son ni el tema ni el protagonista: personajes de perdedores, en una sociedad competitiva y despiadada como la norteamericana, pueblan su cine desde los inicios; y el retrato de los oscuros fulgores (pintados siempre en tonos más bien siniestros) del pasado de aquel país ha sido, una y otra vez, tema de sus películas.

No, lo más interesante de esta narración es, a mi entender, aquello a lo que los guionistas y directores son capaces de renunciar. Renuncian, en efecto, a todo sentido de la farsa. Y ello es, en verdad, una gran renuncia, para unos directores que han organizado buena parte de su carrera sobre la base de mostrar a sus personajes, y a las situaciones y ambientes en los que estos viven y actúan, como sujetos y episodios ampliamente tragicómicos; más ridículos que otra cosa.

Aquí, por el contrario, cabe hallar una mirada un tanto más complaciente con el personaje. No porque se nos oculten sus evidentes limitaciones y defectos (al cabo, ¿quién no los tiene?). Sin embargo, la perspectiva de la narración sobre Llewyn Davis (la forma en la que los directores componen los planos y colocan la cámara) viene a hacernos partícipes, a l@s espectador@s, de su perplejidad, de su descentramiento, de su extrañeza. De su extravío y de su fracaso. Hay, sí, episodios cómicos, algo ridículos, en los que el personaje se ve envuelto. Mas la comicidad que surge es una que parece dejar incólume su dignidad. Y es que, en última instancia, Llewyn Davis no es sino un ejemplo -ni mejor ni peor, tan sólo uno más- de que eso tan evanescente como es el "éxito social" (aquí, en la industria del espectáculo) posee pies de barro, y resulta en extremo arbitrario; bastante independiente, en todo caso, de los valores reales de las personas.

La narración, así, se contagia de una honda melancolía: los planos iluminados en colores grises, pardos y apagados nos hacen acompañar al protagonista en su odisea. Una odisea que -al contrario que la de Ulises- no terminará en el hogar, pues tal cosa ya no existe para Llewyn Davis: perdidas las ataduras emocionales, las oportunidades de éxito, y aun la ilusión. Una odisea que, en realidad, no terminará nunca (o sí, claro: lo hará, pero de manera abrupta e inopinada, con la muerte). Tal es, me parece, el sentido del extraño bucle temporal que el guión hace experimentar a la narración, volviendo a repetir al final de la trama la escena que ocurrió ya en un comienzo (en la que el marido de una mujer con vocación de cantante folklórica golpea al protagonista, a causa de sus exabruptos mientras ella actuaba): todo sigue, nada cambia (tampoco a mejor)...

Al fondo, un personaje nebuloso, que se adivina -por la música- que es Bob Dylan, en sus inicios, se dispone a conquistar New York, y el mundo entero de la música. Pero esa es ya otra historia. Mejor: otra fábula. En la que los "perdedores", como Llewyn Davis (como tod@s nosotr@s, en realidad), no tendremos presencia. Porque, parece querer decirnos la película, las historias -las historias reales, quiero decir- no son fábulas: son otra cosa, más gris, acaso más descorazonadora... Más real.


Más publicaciones: