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miércoles, 30 de octubre de 2013

Black mirror: The national anthem (Otto Bathurst/ Charlie Brooker, 2011)


Parece difícil superar a esta pequeña fábula a la hora de retratar con la mayor acritud, pero también con el mayor realismo, las consecuencias a las que conduce una política despegada de los proyectos y de las ideas, y entregada a la pura gestión y a satisfacer a la "opinión pública", en el más banal (por carente de ideas) sentido de la expresión. En The national anthem (primer capítulo de la serie televisiva Black mirror), en efecto, lo que podemos hallar son políticos dispuestos a todo para conservar su cargo; y, a tal fin, necesitados de satisfacer en todo momento lo que las encuestas y los medios de comunicación van marcando como agenda.


Pero también, del otro lado, hallamos a una población banalizada, mayoritariamente sin ideas ni intereses públicos, que se limita a opinar (sin base) y a disfrutar el espectáculo político, aun del más degradante. Que marca, en una tiranía de la vulgaridad, la agenda, en lo que no es importante, a unos políticos que en ningún momento se plantean tampoco que algo puedan cambiar.

Se trata, pues, de retratar una distopía: la distopía de la "democracia de opinión pública (banal, manipulada)". Como cualquier obra del género distópico, resulta ser, por supuesto, una exageración. Pero, como suele ocurrir con las exageraciones del género, lo es sólo en cierta medida: porque tod@s sabemos que, en realidad, esa degradada banalidad de la política contemporánea, en los regímenes demoliberales, está verdaderamente ahí: a cada paso nos la encontramos.


Recordaré tan sólo que, hablando del proyecto olímpico de Madrid, lo que tuvo más eco no fue la especulación urbanística y el mercadeo entre empresas y administraciones, sino un ridículo discurso de la alcaldesa. Lo primero parece ser que una población, desilusionada y desinformada (y manipulada), está más dispuesto a dejarlo de lado.

¿Cuán lejos estamos, pues, de ese primer ministro que fornica hasta con una cerda para conservar su puesto? Y, sobre todo, ¿cuánto nos diferencia, en tanto que elector@s, de esos británicos atrapados por el grotesco y degradante espectáculo audiovisual, que luego premian al protagonista con su aprobación y apoyo electoral?


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