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sábado, 1 de junio de 2013

The naked dawn (Edgar G. Ulmer, 1955)


Una película dirigida por Edgar G. Ulmer es, prácticamente siempre, algo serio, algo ante lo que hay que extremar la atención. Algo que vuelve a ocurrir con The naked dawn. Ambientada como un western fronterizo, de ambiente mexicano, lo cierto es que la narración transcurre principalmente como la historia de una suerte de (anómala) paternidad sustitutiva: la que el desperado Santiago (Arthur Kennedy) asume, de hecho, y progresivamente, en relación con una joven pareja de campesinos víctimas de la explotación, y completamente desorientados en cuanto a las metas que pretenden marcarse en la vida.

La película, en efecto, se concentra de forma principal en los acontecimientos que ocurren en torno al pequeño rancho de la pareja. Adoptando así un tono ciertamente intimista, caracterizado por una iluminación más bien oscura y unos colores apagados en la fotografía. La acción externa es escasa, por lo que la narración consiste en realidad sobre todo en el retrato de las contradictorias vicisitudes psíquicas por las que pasan los tres protagonistas (los únicos personajes de verdadera entidad). Todo ello acompañados por unos diálogos acaso excesivamente explicativos y prolijos, que se superponen algo de más sobre la significación de las imágenes.

Pese a este cierto abuso de tono teatral en la narración, sigue siendo muy interesante esta divagación (que a mí, personalmente, me ha recordado -aun sin su tendencia al énfasis visual- al John Ford más explícitamente trascendente de The informer o The fugitive, pero con una ideología menos conservadora) en torno al aprendizaje de la condición de explotad@s y de las alternativas que dentro de la misma se poseen. Santiago es un hombre engañado en las promesas que la revolución le hizo de otorgarle tierras. Y Manuel (Eugene Iglesias) es un trasunto de él cuando era joven: obsesionado por la propiedad de la tierra y por el ascenso social. A su vez, María, su esposa (Betta St. John), es una criada, que ha decidido cambiar la explotación (laboral y sexual) en una casa de terratenientes por un matrimonio entendido como puro contrato (sexo + reproducción + cuidados, a cambio de protección y sustento), en el que no sólo falta el afecto, sino que también abunda el abuso del varón.

Será, en este marco, Santiago, y los acontecimientos que él desencadena (en torno a un robo que les proporciona dinero), lo que actúe como catalizador para revelar lo insostenible de la situación (de la posición social) en la que la pareja se halla. Porque -parece decir la narración- no es posible ser explotado, aceptarlo y, al tiempo, ser feliz. Solamente la rebelión, el abandono de los ensueños de ascenso social y el apoyo mutuo otorgan una oportunidad (dudosa, pese a todo) a estas gentes.

Una oportunidad dudosa, claro está, porque, al fin y al cabo, Santiago, el bandido que acaba retornando a sus viejas ideas de generosidad y solidaridad (revestidas en la película de un tono entre político y religioso: de un cristianismo revolucionario, diríamos), termina sus días muriendo por haber querido salvar a sus nuevos amigos. Porque -de nuevo, parece colegirse- para el/a explotad@ ni es posible la salida de la contemporización, ni tampoco lo es, en realidad, la de la reconstrucción de la propia identidad. Santiago lo intenta: pasa progresivamente, a lo largo de la historia, de bandido a protector, de pretendiente sexual de María y oponente de Manuel, a "padrino" de la pareja. Pero de nada le sirve: frente a la potencia de las estructuras sociales de poder, la iniciativa rebelde individual ha de fracasar, necesariamente. Fracaso que, es de esperar, le sucederá igualmente, en un futuro más o menos próximo, a esa pareja que entonces abandona ilusionada sus campos y sus anhelos de ascenso social, para intentar amarse y reconstruir su vida (¿otra vida de explotación?) en otra parte.

Puede verse la película completa aquí:


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