Durante estas últimas semanas he estado explicando, a mis alumnos de la asignatura Derecho Penal II (Parte Especial), los delitos sexuales. Se trata de delitos que, en muy buena medida (no sabría decir si más que otros, pues, por desgracia, todo el Código Penal está plagado de regulaciones con similares problemas), están redactados de tal modo que exigen una actividad interpretativa notoriamente excesiva (o, dicho en otros términos: que resultan dudosamente compatibles con el mandato de certeza, derivado del principio de legalidad penal): en efecto, expresiones como “atentar contra la libertad sexual”, “material pornográfico”, “actos de exhibición obscena”, “actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual”, “comportamiento de naturaleza sexual que perjudique la evolución o desarrollo de la personalidad” o “corrupción” (de una persona menor), resultan tan indeterminadas que solamente a través de un esfuerzo interpretativo a partir de convicciones morales –cualesquiera que estas sean- acerca de lo que está bien y está mal (o resulta moralmente indiferente) en materia de sexualidad humana es posible completar el contorno de lo penalmente típico. (Lo cual, por cierto, resulta particularmente lamentable, a la vista de la gravedad de las penas previstas, así como del estigma social que, en general, la condena por estos delitos suele conllevar.)