Se ha dicho muchas veces, pero conviene no olvidarlo: en los años 20 del pasado siglo, el cine mudo había llegado a unas cumbres de expresividad difícilmente rebasables. Todo ello cambió, claro está, con la introducción del cine sonoro. Sin embargo, es preciso recordar -hoy, quizá, más que nunca- que el cine es, ante todo, una forma visual de narración: audiovisual, desde luego, pero -si fuera necesario elegir- antes visual que otra cosa. No debería, pues, bastarnos -como tantas veces nos conformamos- con que la narración mostrada resulte (más o menos) inteligible. Antes al contrario, deberíamos exigir, por razones estéticas (que no son solamente razones sensoriales -de agrado-, sino también razones cognoscitivas: de obtener verdad -fenomenológica- revelada, a través de las formas empleadas para significar, para mostrar), que las formas -aquí, las visuales- resultasen verdaramente reveladoras.